La crisis final del neoliberalismo en Occidente: interrogantes hacia el futuro
Recordamos a Alcira Argumedo con esta nota junto a Juan Pablo Olsson publicada en Revista Movimiento.
Desde las más diversas perspectivas existe coincidencia en que, para los países centrales y periféricos de Occidente, la pandemia ha significado el golpe final a la hegemonía del neoliberalismo en los últimos cuarenta años. Ante la expansión del COVID-19, los gobiernos debieron enfrentar un dilema de hierro. Por una parte, otorgar prioridad al aislamiento para disminuir los contagios necesariamente tiene costos económicos serios, con un colapso del sector industrial y de servicios, depreciación de las bolsas, caída de las exportaciones, contracción del consumo. Y, si los gobiernos no toman medidas, un incremento de los despidos laborales.
Por otra parte, en un primer momento la mayoría de los países decidieron ante todo defender la economía, respaldados en la teoría de la inmunidad colectiva y con la abierta o encubierta aceptación darwinista de la supervivencia del más fuerte, lo cual suponía aceptar el crecimiento exponencial de los contagios –que podían alcanzar al 60% o 70% de sus habitantes– y un marcado incremento relativo de las tasas de mortandad. La paradoja ha sido que con la estrategia de inmunidad colectiva el crecimiento de infectados e infectadas y la proporción de muertes comenzaron a crecer rápidamente, colapsando los sistemas de salud y planteando situaciones críticas que obligaron a tomar medidas de aislamiento social, mientras aumentaba el desempleo, caía la producción industrial y de servicios, estallaban las bolsas, disminuían las exportaciones por el cierre de fronteras. Las políticas neoliberales, que ya estaban anunciando su crisis, terminaron de estallar, mostrando el verdadero rostro de supuestas ideas libertarias. Más allá de las dimensiones que finalmente alcance la tragedia del COVID-19, es posible afirmar que los países de Occidente, centrales y periféricos, van a afrontar profundos cambios.
Por una parte, Noam Chomsky afirma: “Esta crisis es el enésimo ejemplo del fracaso del mercado, al igual que lo es la amenaza de una catástrofe medioambiental”. En el otro extremo, Henry Kissinger, el más lúcido y siniestro estratega político norteamericano, ha manifestado: “La realidad es que el mundo nunca será el mismo después del coronavirus. Discutir ahora sobre el pasado solo hace que sea más difícil hacer lo que hay que hacer”. En síntesis, después de la tormenta se anuncian cambios. El gran interrogante es la orientación y los valores que han de orientar tales cambios.
Si nos remontamos a la crisis de 1930 para preguntarnos sobre las alternativas de salida de la actual –que al conjugarse con la pandemia es más grave aún– las respuestas extremas en esa etapa fueron el New Deal de Franklin Roosevelt en Estados Unidos, con un nuevo papel del Estado y una redistribución del ingreso en gran escala; y el nazismo de Hitler en Alemania, con la industria de guerra y el genocidio judío. Finalmente, los sucesos desembocaron en la Segunda Guerra Mundial. A su vez, al finalizar la guerra y en el contexto de un esquema internacional de poder bipolar, las orientaciones económicas y sociales predominantes en el sector capitalista generaron los “treinta años de oro”: es bueno reiterar que todos los economistas coinciden en que fueron las décadas de más alto y sostenido crecimiento económico en Occidente.
El papel del Estado en nuevos modelos de sociedad: los desafíos de Argentina
Si tomamos las declaraciones de Chomsky acerca del “enésimo ejemplo del fracaso del mercado, al igual que lo es la amenaza de una catástrofe ambiental”, es preciso en principio plantearse un nuevo papel del Estado en la economía, en el control de áreas estratégicas y en el bienestar social, otorgando prioridad a las orientaciones políticas basadas en valores solidarios; en la participación y las acciones colectivas; en el bien común y las organizaciones libres del pueblo, en contraste con las ideas del individualismo egoísta, el lucro como valor supremo y las obsesiones privatistas.
Ante todo, debe abordarse una redefinición de aspectos sustanciales, como la salud y la educación, que dejen de considerarse meras mercancías para retomar su definición como derechos inalienables. En el caso de Argentina, con referencia a la salud, la pandemia ha sido contundente; y ante el despliegue de la Revolución Científico-Técnica que impone al conocimiento como el recurso estratégico por excelencia, la educación de calidad para el conjunto de la población es una de sus fuentes esenciales, que no puede dejarse en manos del mercado en ninguno de sus niveles. En el mismo sentido, la promoción del sistema científico y técnico adquiere carácter prioritario, y los montos destinados a estos campos no deben considerarse gastos, sino inversiones estratégicas.
Otra enseñanza de la crisis neoliberal es el accionar altamente negativo del sector financiero: el libre juego de las leyes del mercado ha llevado a descomunales saqueos a través de endeudamientos fraudulentos e irracionales; especulación financiera; fuga de capitales; limitación de créditos para el desarrollo industrial y de servicios o consumo; obtención de ganancias extraordinarias y sistemáticas; todo ello en perjuicio del conjunto de la economía y la población. El control estatal de las finanzas es el único camino para revertir la impunidad con que se han comportado los bancos y los grupos financieros, como lo hemos padecido largamente en Argentina desde la dictadura militar.
El control del comercio exterior, y en especial de las exportaciones, es otra medida fundamental. La sistemática evasión a través de meras declaraciones juradas, sin una evaluación de su veracidad, ha permitido verdaderas estafas al fisco, con montos que se miden en miles de millones de dólares. A modo de ejemplo, dos geólogos de la Universidad de Tucumán analizaron el barro de exportación de Minera Bajo de la Alumbrera: la declaración jurada indicaba que se exportaban tres metales, pero en el barro iban treinta metales: un contrabando del 90%, cuyos montos anuales fueron estimados en 4.500 millones de dólares. Si se considera que la Barrick Gold y otras mineras no son más honestas, como tampoco los agro-negocios o las petroleras, el drenaje anual de riquezas –solo por el contrabando en estos rubros– puede rondar entre 15.000 y 20.000 millones de dólares anuales. Además de la creación de algo similar a lo que fuera el IAPI, es preciso nacionalizar los puertos principales y la Hidrovía, cuyas concesiones están finalizando en estos años.
En las próximas décadas, el agua será uno de los más valiosos recursos estratégicos. Ya en 2003 un informe de la CIA advertía que, si las guerras del siglo XX fueron por el petróleo, las del siglo XXI serán por el agua, debido a la escasez y contaminación que se estima va a afectar a grandes masas de población. El calentamiento global, con patrones de temperaturas y fenómenos meteorológicos extremos, está afectando el retroceso de glaciares y cascos polares, poniendo en peligro estos suministros en el futuro. A su vez, la deforestación masiva afecta el régimen de lluvias, mientras los modelos extractivistas –cultivos transgénicos, mega-minería y extracción de hidrocarburos con la técnica del fracking– generan procesos de contaminación de las aguas o de utilización masiva de recursos hídricos que agravan el problema y obligan a plantear alternativas para este tipo de producciones.
El informe de Naciones Unidas Desarrollo de los recursos hídricos en el mundo estima que hacia 2050, sobre una población total de 9.000 millones, 7.000 millones de personas padecerán de escasez de agua por efectos del cambio climático, lo cual amenaza la seguridad alimentaria y los medios de subsistencia. Las tendencias indican que en esos años la demanda de agua será superior en un 60% de la actual, mientras el 85% de las fuentes hídricas se encuentran en zonas donde habita el 12% de la población del mundo. Argentina, con sus vastos recursos hídricos, se encontraría en el ojo de la tormenta: los glaciares y cuencas de ríos patagónicos; el sistema de grandes lagos, de lagunas y esteros; la cuenca del Río de la Plata; junto a las reservas subterráneas de acuíferos, como el Puelche o el Guaraní, configuran un claro objetivo en la estrategia de las potencias y las corporaciones interesadas en disponer de este recurso.
El Informe Especial sobre Calentamiento Global, publicado en octubre de 2018 por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas-IPCC, advierte que el mundo experimentará graves problemas si las emisiones de gases de efecto invernadero y los procesos de deforestación no se revierten en las próximas décadas. Poco antes de morir en marzo de 2018, el astrofísico Stephen Hawking declaró que, de no revertirse las actuales tendencias, el planeta puede alcanzar un punto de inflexión a partir del cual se producirá un proceso acelerado e irreversible de calentamiento que puede alcanzar más de 150ºC, lo cual significaría el fin de la vida en la Tierra. Las estimaciones plantean que se requerirán esfuerzos sin precedentes para reducir en un 50% el empleo de combustibles fósiles en menos de 15 años y eliminar su uso casi por completo en 30 años. Esta amenaza impone la necesidad de abordar una reconversión energética en gran escala, con el cambio hacia energías renovables –solar, eólica, hidráulica y otras– que incluyen el parque automotor, los edificios y las viviendas, parte de las industrias y otras áreas. Hasta la actualidad, las técnicas predominantes para el almacenamiento de energía, en especial solar y eólica, se basan en baterías fabricadas a partir del litio. El 70% de las reservas mundiales de este recurso se encuentran en los yacimientos que comparten Argentina, Chile y Bolivia. Y no por casualidad, la decisión de no exportar el litio como materia prima, sino como producción de baterías, sería una de las razones ocultas del golpe contra el gobierno de Evo Morales en 2019. De la misma manera que con otros recursos naturales, Argentina debe preservar este recurso de altísimo valor que hasta ahora exportan empresas privadas como materia prima sin valor agregado y a mera declaración jurada, al igual que la Minera Bajo de la Alumbrera.
Una de las evidencias más contundentes de la irracionalidad de las concepciones neoliberales en nuestro país fue la destrucción del sistema nacional de ferrocarriles y de las flotas mercante y fluvial. La reconstrucción de los ferrocarriles se impone como un objetivo estratégico de primer nivel: además de revertir la distorsión que supone tener más del 90% del transporte de mercancías y personas por automotores, se trata de una industria multiplicadora, capaz de crear cientos de miles de puestos de trabajo en la industria central, en las proveedoras, en el servicio ferroviario, en la recuperación de los pueblos fantasmas y en la dinamización de las economías regionales. Es preciso formular estudios rigurosos y evaluar las experiencias internacionales, principalmente las europeas y la china con su Ruta de la Seda, para impulsar una industria pública de avanzada. En la misma orientación, la producción naviera civil y militar es otro polo multiplicador para la reconstrucción de las flotas nacionales: más del 90% de nuestras exportaciones se transportan en buques extranjeros, y se calcula que la pérdida en fletes ronda los cinco mil millones de dólares anuales. El equilibrio fiscal no se logra solamente por un ajuste de los gastos, sino por un incremento de los ingresos legítimos del sector público.
Antes del estallido de la pandemia, se venían multiplicando los anuncios acerca de la posibilidad de una crisis similar a la de 1930, donde se conjugaron a nivel mundial una sobreproducción por carencia de demanda y el incremento irracional de la especulación y la concentración financiera. Al finalizar la Segunda Guerra, en el marco del esquema de poder bipolar Estados Unidos-Unión Soviética y ante las amenazas de disturbios sociales, en los países centrales y gran parte de los periféricos de Occidente se impusieron modelos económico-sociales de corte keynesiano con redistribución de la riqueza. De alguna manera, tendieron a reproducir la experiencia del New Deal de Roosevelt, que en su momento fuera apoyada por grandes empresarios como Henry Ford, quien no era una buena persona, pero tampoco era tonto, y afirmaba que su éxito económico se incrementaría si sus obreros contaban con ingresos para comprar los automóviles que producía. Se otorga entonces un papel central al Estado en las finanzas, el comercio exterior, la energía, el control de los recursos naturales, la salud, la educación y otras áreas consideradas estratégicas, como la producción militar o nuclear, además de imponer derechos sociales que, entre otros beneficios, contemplaban un aumento de los salarios reales, vacaciones pagas y aguinaldo. Políticas combinadas con una marcada disminución de la jornada laboral en un 45%: de las 72 horas semanales –12 horas diarias, seis días a la semana– se pasa a 40 horas. Marcaron el inicio de los treinta años de oro y una respuesta histórica a las demandas de las huelgas de Chicago que en mayo de 1886 fueron brutalmente reprimidas. Las tecnologías de avanzada no reemplazan personas, sino tiempo de trabajo humano, y una disminución en gran escala de la jornada laboral puede reducir a la mitad el drama actual del desempleo, junto a la creación de nuevos puestos a partir de polos de las industrias multiplicadoras. Una política que debe conjugarse con la promoción y el incremento de la calidad productiva de las economías populares, que han sido una respuesta creativa basada en valores de solidaridad y cooperación, como respuesta a la devastación laboral del neoliberalismo.
Es significativo que, en su editorial del 3 de abril de 2020, el Financial Times reclamara que se adoptaran reformas radicales, con el fin de revertir las consecuencias de cuarenta años de políticas neoliberales: impuestos a las rentas altas; ingreso básico universal; más inversión en servicios públicos; y más distribución del ingreso. El periódico británico consideraba que la situación obligaba a promover reformas radicales que hasta hacía pocos meses consideraba despreciables: entre otras, estimaba que el Estado debe tener un papel más activo en la economía y que los servicios públicos deben ser considerados como inversiones y no como gastos que afectan los equilibrios fiscales. Un cambio significativo, que contrasta con la editorial del 30 de mayo de 2019, en la que el periódico financiero respaldaba al gobierno de Mauricio Macri y consideraba que “los argentinos deben rechazar el retorno del peronismo”.
La alternativa de los grupos de poder del Occidente central
La otra gran alternativa puede deducirse de la visión de Henry Kissinger, ya mencionada, quien además advierte que “la agitación política y económica que ha desatado la pandemia podría durar por generaciones”. El gran problema es interrogarnos acerca de qué significa “hacer lo que hay que hacer”. En principio, Kissinger propone tres dominios de acción: primero, apuntalar la resiliencia global a las enfermedades infecciosas, contando con los triunfos de la ciencia médica, como las vacunas contra distintas epidemias del pasado y la maravilla estadística-técnica del diagnóstico médico a través de la inteligencia artificial. Considera necesario desarrollar nuevas técnicas y tecnologías para el control de infecciones y programas de vacunación a escala de grandes poblaciones.
Una segunda línea tiene el objetivo de sanar las graves heridas de la economía mundial, ante una crisis más compleja que la de 2008, dada la magnitud de la contracción desatada por el COVID-19 que, por su velocidad y escala global, sería diferente a todo lo que se ha conocido en la historia. En esta crisis, las medidas necesarias de salud pública, como el distanciamiento social, el cierre de negocios, industrias, centros educativos y otras actividades, están contribuyendo a agudizar la debacle económica. En especial, será preciso definir programas tendientes a paliar los efectos del caos inminente entre las poblaciones más vulnerables del mundo. Para este fin, recomienda extraer lecciones del Plan Marshall implementado por Estados Unidos en la inmediata posguerra, cuyo objetivo era reconstruir las zonas devastadas en Europa, modernizar la industria y eliminar las barreras al comercio, para frenar la propagación del comunismo, que mostraba una creciente influencia en las áreas europeas de la posguerra. La gran diferencia es que, mientras Estados Unidos salió de la guerra económica y financieramente fortalecido, de modo tal que era posible consolidar su hegemonía utilizando ese poder por entonces indiscutido, en la actualidad ha retrocedido sensiblemente, tanto en el campo geopolítico, como en lo económico y tecnológico, frente al bloque de la alianza China-Rusia.
El tercer dominio de acción es el que pareciera más preocupante. El objetivo es salvaguardar los principios del orden mundial liberal moderno, remarcando la oposición a la idea de países o ciudades amuralladas y cerradas para protegerse de un enemigo externo, frente a Estados legítimos, capaces de asegurar la seguridad, el orden, el bienestar económico y la justicia, donde la prosperidad depende del comercio mundial y la libertad de movimiento de las personas: un consejo ante la eventual posibilidad que Estados Unidos pretenda encerrarse sobre sí mismo para superar la crisis, dejando de lado la disputa por la hegemonía a escala global. Kissinger considera que las democracias del mundo deben defender estos principios enunciados por la Ilustración, y advierte que la pandemia ha provocado el anacronismo del renacimiento de sociedades amuralladas, como sucede actualmente con los países europeos, lo cual agudiza la crisis económica. Si el mundo libre fracasa al afrontar al mismo tiempo la pandemia y una superación de la crisis económica, se puede incendiar el mundo. Como inspiración de las estrategias en este tercer dominio y ante la eventualidad de que el mundo se incendie, Kissinger aconseja extraer lecciones del Proyecto Manhattan.
Durante la Segunda Guerra, el Proyecto Manhattan, liderado por Estados Unidos con el apoyo de Inglaterra y Canadá, promovió programas de investigación y desarrollo entre 1942 y 1946 en el laboratorio de Los Álamos. Su resultado fueron las armas nucleares y las bombas atómicas que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki. Dirigido por un general del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos y el físico nuclear Robert Oppenheimer, el proyecto incluía tareas de contrainteligencia sobre el programa alemán de armas nucleares y la infiltración en las líneas enemigas, con el objetivo de apoderarse de documentos y materiales de investigación nuclear, además de facilitar la deserción de científicos alemanes para incorporarlos al campo de los aliados.
En los tiempos actuales, la tecnología que puede ser clave para derrotar a los enemigos –el equivalente a lo que fuera la nuclear– se basa sustancialmente en la inteligencia artificial, los Big Data y las tecnologías 5G, con su potencial de dominio y coerción político-estatal y una inédita capacidad de manipulación de las conciencias a través de una vigilancia global y personalizada. Un enemigo que será claramente identificado con quienes pretendan organizarse en sus demandas y, desde la perspectiva de los grupos de poder real, potenciar el eventual “incendio en el mundo”.
La OIT estima que pueden producirse consecuencias devastadoras y califica a la situación actual y sus perspectivas como la crisis más grave desde la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, se trata de condiciones estructurales que, de no tener respuestas de solidaridad e inclusión, permiten esperar masivas protestas sociales a nivel internacional. Un nuevo Proyecto Manhattan, mencionado ni más ni menos que por el cerebro de las olas de dictaduras militares genocidas de los años 70 tiene como principal objetivo reprimirlas y someterlas, ahora con ciencias y tecnologías de avanzada. Una opción adicional que no debiera descartarse es la solución que en su momento planteara Adolf Hitler: superar la crisis a través de fuertes inversiones en la industria militar, combinada con políticas genocidas para eliminar a la población despreciable. Sería una Tercera Guerra Mundial que, como denunciara el Papa Francisco, se está procesando en etapas desde inicios de este siglo, con consecuencias de devastación y sufrimientos indescriptibles, en países de África y Medio Oriente.
En febrero de 2020, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, declaró que alrededor de 250 millones de niños y adolescentes menores de 18 años viven en países afectados por guerras incluidas en el “Eje del Mal”. Por su parte, un informe de UNICEF estima que al menos un 20% de esas víctimas –unos 50 millones– tendrán secuelas psicológicas graves a causa del terror, la muerte de sus seres queridos, las mutilaciones y el derrumbe de su entorno afectivo: una forma adicional de eliminar a la “población descartable”.
Este es el mundo que va a cambiar después de la pandemia. Nuestra América debe construir una unidad que le permita consolidar su autonomía, para no llegar a transformarse una vez más en un satélite de los triunfadores en los cambios de la conformación del poder mundial: de España a Inglaterra; de Inglaterra a Estados Unidos. La neutralidad ante eventuales conflictos mundiales es una tradición que no debe abandonarse y es preciso definir claramente nuestro papel internacional, en un contexto donde todo indica que se está imponiendo una nueva hegemonía del bloque Chino-Rusia, ante el debilitamiento crítico del liderado por Estados Unidos desde el fin de la Segunda Guerra.
Revista Movimiento - mayo de 2022