La última batalla
Alberto Fernández se siente asediado por una Corte de apariencia todopoderosa, un poder que carcome su autoridad, sobre todo en materia económica. A diferencia de sus antecesores, no enfrenta a los supremos en la primavera de su mandato, sino en su hora más vulnerable. Sin los votos necesarios para un juicio político, el presidente está embarcado en una pelea que de antemano sabe que no podrá ganar. ¿Será, como dice la canción, que las únicas causas que valen la pena pelear son las causas perdidas? ¿O tal vez la eligió como su batalla personal, el refugio desde el cual reconstruir su liderazgo y ordenar el discurso en la carrera hacia una posible reelección?
Invocando el artículo 53 de la Constitución Nacional, el presidente Alberto Fernández y once gobernadores oficialistas impulsaron un inédito juicio político a los cuatro integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Inédito, en principio, por dos razones. La primera es que el presidente se lanzó a esta lucha para cambiar la composición del máximo tribunal en el tramo final de su mandato, y no al comienzo. La mayoría de sus antecesores en el cargo desde 1983 -Alfonsín, Menem, Kirchner, Macri-, por diferentes motivos y con distintos métodos, también se metieron en la Corte, y lo lograron, pero para eso aprovecharon la "primavera de popularidad" del primer año de gobierno. Alberto Fernández hace al revés, lo intenta en su hora más vulnerable, y ello nos lleva al segundo carácter inédito de su decisión: se embarcó en una pelea a sabiendas de que no podría ganar.
Formalmente, el proceso está en manos de la Cámara de Diputados de la Nación, que es la instancia que debe formular la acusación; más concretamente, es la Comisión de Juicio Político la que ahora está elaborando el caso. Nadie ignora que los votos no están, que el juicio nunca va a pasar al Senado. La ley prevé que debe aprobarlo una mayoría de dos tercios de los presentes, lo que requeriría algún tipo de acuerdo entre oficialismo y oposición, y desde entrada no hay tal cosa. Juntos por el Cambio se opone totalmente al juicio político, y acusa al gobierno de “golpismo institucional”. De hecho, la gota que rebalsó el vaso en el conflicto Casa Rosada vs Corte fue la disputa por los fondos coparticipables de la Capital, la que está atravesada por lo partidario: el enfrentamiento entre el gobierno nacional del Frente de Todos y la administración porteña de Juntos por el Cambio.
Entonces, ¿por qué el presidente, los diputados del oficialismo y la mitad de los gobernadores siguen trabajando en algo que no va a ver la luz? ¿Acaso tiene un as en la manga para conseguir los votos que le faltan, que son muchos? ¿Será, como dice la canción, que las únicas causas que valen la pena pelear son las causas perdidas? ¿O tal vez eligió la Corte como su batalla personal, con el objetivo de reconstruir su liderazgo y ordenar su discurso en una carrera hacia una posible reelección?
El presidente se lanzó a esta lucha para cambiar la composición del máximo tribunal en el tramo final de su mandato, en su hora más vulnerable.
En su discurso del 1 de marzo ante la Asamblea Legislativa volvió a la carga, y puso a la Corte en el lugar de gran adversario. La confrontación con un enemigo, real o imaginario, es el método preferido de los liderazgos populistas contemporáneos, y América latina no es la excepción. El Clarín del kirchnerismo, la narcoguerrilla de Álvaro Uribe, las maras de Nayib Bukele, los Estados Unidos de Hugo Chávez, la casta política de Javier Milei y Pedro Castillo, el Lula de Bolsonaro o el Bolsonaro de Lula, son ejemplos de un adversario a vencer que se caracteriza por sintetizar los problemas del país.
Como vimos en la apertura del año legislativo, la Corte de Alberto Fernández comenzaba a parecerse a esos ejemplos anteriores. El presidente acusó a los jueces supremos de arruinar las cuentas públicas con su fallo a favor de la Ciudad de Buenos Aires, de impedir la lucha contra el narcotráfico en Rosario, de perseguir políticamente a Cristina Kirchner... Si la Corte resume todos los males, entonces ir a la guerra contra sus cuatro integrantes es una agenda política, un programa de gobierno y una campaña electoral.
¿Será por ahí? De hecho, transcurren los meses y Alberto Fernández no niega ni confirma su candidatura. Y en caso de intentarlo, tiene que estar munido de un discurso potente. Sin embargo, las encuestas dicen que los votantes de su propio espacio quieren que la candidata sea Cristina Kirchner, y la propia mesa electoral del Frente de Todos se movió en esa dirección. Además, a diferencia de los ejemplos anteriores, Alberto Fernández ya sabe que está ante una batalla perdida.
Si la Corte resume todos los males, entonces ir a la guerra contra sus cuatro integrantes es una agenda política, un programa de gobierno y una campaña electoral
El kirchnerismo aprobó su ley de medios, Uribe venció militarmente a las FARC, Chávez pudo jactarse de que la invasión estadounidense nunca sucedió, Bukele tuvo su video con los mareros encarcelados… pero el juicio político no va a pasar.
Por eso, proponemos otra explicación de la movida sobre la Corte: podría convertirse eventualmente en el caballo de batalla electoral del presidente, en el caso de que los planetas se alineen y suceda lo imprevisto -es decir, que su candidatura a la reelección prospere-, pero mientras tanto, es solo la respuesta que puede dar ante los golpes recibidos. Así es la lucha política: a veces, aunque sepamos que vamos a perder, cuando somos agredidos nos vemos obligados a responder igual. Porque no responder significa que estamos consintiendo los golpes. Si nos pegan, no podemos quedarnos en el molde. Ese puñetazo al aire, sin destino ni efectividad, contra un oponente que nos tiene a poco del nocaut, es necesario para reivindicar nuestra dignidad, o para sentar el precedente de que al menos estuvimos peleando, y no fuimos totalmente avasallados.
Podemos ver a Alberto Fernández como un político en carrera hacia la reelección o, de manera más realista, como un sufrido presidente que tiene que lidiar días a día con las inclemencias del cargo. Y como todos los presidentes argentinos recientes, pese al carácter supuestamente hiperpresidencialista de nuestro régimen político, Alberto Fernández se siente asediado por una Corte de apariencia todopoderosa. Y tiene razón: cuando el gobierno no ejerce influencia política sobre la Corte, la misma se convierte en un poder que carcome la autoridad presidencial. Sobre todo, en materia económica.
El conflicto entre Casa Rosada y Corte en los últimos años corre por dos andariveles. Por un lado está el lugar de la Corte en la gobernabilidad argentina, que es un problema de larga data. Por el otro está también el problema puntual de las causas contra Cristina Kirchner, de alto impacto político. En la visión que CFK busca imponer desde hace años, la Corte y la Justicia Federal son meros instrumentos al servicio de “poderes fácticos” que buscan capturar el Estado y controlar al gobierno, y por eso la política tiene que aumentar su influencia sobre el Poder Judicial para evitarlo. Por esa razón, las personas que integran el tribunal son secundarias, lo que importa son sus jefes ocultos.
Esta noción es algo distinta de la que manejaron Alfonsín, Menem y Kirchner a la hora de meterse en el barro. Para Alfonsín, la Corte vigente era parte del ciclo autoritario, y necesitaba desplazarla para juzgar a los dictadores y asegurar su propia estabilidad política. Tanto Menem como Kirchner justificaron sus intervenciones en que estaban realizando reformas económicas importantes, y que tenían que evitar que las cortes previas las bloquearan. En los tres casos, los cambios de la Corte fueron criticados por alterar el equilibrio de poderes, pero la defensa de los gobiernos se resguardaba en el argumento de que se estaban atravesando procesos políticos de cambio de régimen. Régimen político en el caso de Alfonsín, y régimen económico en los del menemismo y kirchnerismo.
Pero en los últimos años, los alegatos políticos sobre la necesidad de cambiar la Corte son más débiles, y están más a tiro de las críticas procedimentales e institucionalistas. Macri nunca terminó de explicar su nombramiento de dos jueces por decreto, y tanto CFK como Alberto Fernández enfrentan la incomodidad de tener que explicar que al menos la mitad de los jueces acusados provienen del justicialismo. Rosatti y Maqueda fueron políticos antes de ser jueces, y según Elisa Carrió, también Lorenzetti debería ser incluido en esa lista.
Pero más allá de esta trama agonal, el centro de la acusación de Alberto Fernández es la Corte como problema para la gestión ejecutiva. Su gobierno, el de Macri y el segundo de Cristina se vieron afectados por fallos de la Corte en favor de las provincias. Las sucesivas Cortes de los años 80, 90 y la crisis de 2001 se caracterizaban por ser muy cuidadosas de no meterse con temas que impactaban en la política económica, ya que doctrina y jurisprudencia dictaban que eso era materia exclusiva del gobierno nacional. Pero en los últimos años, Santa Fe, Córdoba y la Ciudad de Buenos Aires ganaron juicios a la Casa Rosada en la Corte Suprema.
En esta cuestión, tal vez el Frente de Todos tenga que perder menos tiempo mirando las supuestas relaciones de los supremos con Clarín o el PRO, y fijarse más en los vínculos que los unen con esos tres distritos. O mejor aún: en por qué las provincias logran tener tanto poder de lobby en el órgano máximo del Poder Judicial.
Lo cierto es que la Corte Suprema de la última década falló siempre a favor de las provincias, que son cada vez más ricas, y en contra del Estado nacional, que está cada vez más pobre y endeudado. Y lo va a seguir haciendo, por una razón sencilla: la Corte falla a partir de los fallos anteriores, y van todos en la misma dirección. Alberto Fernández tiene razón cuando denuncia que la Corte complica la gobernabilidad, pero se equivoca cuando le echa la culpa al criterio de los cuatro jueces de turno. El problema está en las leyes que esos jueces aplican, en la Constitución de 1994, y en la jurisprudencia de la coparticipación federal. El federalismo argentino está agotado, la Argentina del siglo XXI se volvió ingobernable, y la solución debe ser política e institucional, más allá de las personas circunstanciales.
- Julio Burdman, Licenciado en Ciencia Política (Universidad de Buenos Aires) y Doctor en Ciencia Política (Instituto de Estudios Políticos de París). Es docente e investigador en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de la Defensa Nacional. Es director de Observatorio Electoral, una consultora de estudios políticos y sociales.
Revista Anfibia - 3 de marzo de 2023