Las raíces ideológicas del socialista que gobernará Nueva York

Carlos C. Pérez

Con más de 50% de los votos, Zohran Mamdani conquistó la Alcaldía de Nueva York tras una impresionante campaña electoral. Demonizado como «comunista» por Donald Trump y el establishment, combinó el contacto directo con la gente con una particular eficacia en las redes sociales. ¿Pero de dónde salen sus ideas? ¿Cómo se conectan con la historia del socialismo estadounidense y con su propia historia familiar?

La exitosa campaña de Zohran Mamdani a la Alcaldía de Nueva York ha despertado sorpresa, interés e incluso esperanza en distintos rincones del mundo. Su carisma personal, el énfasis en el «costo de la vida» y la viabilidad (o no) de su programa de reforma social han enmarcado la mayoría de los análisis. Pero para comprender de manera más amplia el fenómeno que encarna, es preciso volver la mirada hacia dos figuras claves: Michael Harrington, fundador de Socialistas Democráticos de Estados Unidos (DSA, por sus siglas en inglés), y Mahmood Mamdani, padre del candidato.

Make America Affordable Again

«Llámalo democracia o llámalo socialismo democrático. Lo que creo es que debe haber una mayor redistribución de la riqueza para todos los hijos de Dios en nuestro país». Zohran Mamdani, de 34 años, recita de memoria esta frase de Martin Luther King Jr. para explicar, en cada entrevista, lo que significa para él «socialismo democrático». Aunque nunca abrazó públicamente esa etiqueta de forma explícita, es sabido que King se identificaba en privado con sus ideales. Mamdani, en cambio, luce con orgullo esa bandera.

Nada de esto debería sorprendernos. «¿De qué sirve tener el derecho a sentarse en la barra de un restaurante –preguntaba King en otra de sus citas más conocidas– si no puedes permitirte comprar una hamburguesa?». En Where Do We Go From Here (1967) [A dónde vamos], el líder del movimiento de los derechos civiles lanzó una serie de propuestas que hoy sonarían utópicas: ingreso anual garantizado, fuerte expansión de la vivienda pública, sistema de salud universal, reforma de la sacrosanta Constitución estadounidense para blindar la igualdad social y económica.

El programa de Zohran Mamdani para Nueva York es más modesto. A lo largo de su sorprendente campaña, que lo ha llevado de ser un completo desconocido hace apenas un año a dirigir la metrópolis más importante del país (y una de las más significativas del mundo), ha insistido en tres medidas directas, sencillas y estrechamente ligadas a las problemáticas económicas de los neoyorquinos: el congelamiento de los alquileres, la gratuidad de los autobuses y la universalidad de las guarderías.

Mamdani también habla de crear una red de supermercados municipales sin fines de lucro, reformar el modelo policial para poner un mayor énfasis en la salud mental y la atención comunitaria, elevar el impuesto a las sociedades hasta igualar el 11,5% del vecino Nueva Jersey o aplicar un impuesto fijo de 2% al 1% más rico de Nueva York. La lista continúa, pero el hilo conductor de su plataforma es evidente: el costo de la vida. «Durante demasiado tiempo la libertad ha sido un privilegio reservado a quienes podían pagarla», bramó el candidato en el mitin principal de campaña, flanqueado por Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez. «La dignidad es libertad».

Las reminiscencias del populismo económico -en su sentido estadounidense- de Sanders, que plantea el antagonismo entre la mayoría trabajadora y la elite oligárquica, son innegables: Make America Affordable Again [Que Estados Unidos vuelva a ser asequible]. Mamdani suele decir que fue la primera campaña del senador por Vermont en las primarias demócratas, una década atrás, la que le proporcionó el «lenguaje del socialismo democrático», al articular en un proyecto coherente ideales que hasta entonces existían, para él, como intuiciones dispersas. Pero Mamdani posee algo que Sanders nunca tuvo: un amplio apoyo entre las minorías étnicas y una comprensión más sensible y audaz del papel de la identidad en la vida política y social del país. Nacido en Uganda, de ascendencia india y fe musulmana, obtuvo la ciudadanía estadounidense apenas en 2018. Su padre, Mahmood Mamdani, es un académico nacido en la India y de nacionalidad ugandesa; su madre, también de origen indio, es la cineasta Mira Nair.

En todo caso, el proyecto de Mamdani y de la organización de la cual proviene, DSA, trasciende el calendario electoral y se inserta en una larga genealogía de luchas por la justicia social y la democracia económica en Estados Unidos.

Han corrido ríos de tinta sobre la ecléctica biografía del alcalde electo, el potencial transformador de sus propuestas, la magnitud de su campaña puerta a puerta o su impresionante estrategia comunicacional. Es posible, sin embargo, abordar este fenómeno desde otro ángulo: la influencia del padre político del DSA, Michael Harrington, y del padre biológico del candidato, Mahmood Mamdani. Dos figuras que, desde trayectorias diferentes y posiciones incluso divergentes, permiten comprender más a fondo su singularidad.

«El ala izquierda de lo posible»

«¿Por qué no hay socialismo en Estados Unidos?». Con esta pregunta, formulada en 1906, Werner Sombart inauguró un debate que sigue abierto más de un siglo después. El sociólogo alemán ya intuía una posible respuesta: en un país donde incluso los trabajadores disfrutaban de un nivel de vida elevado, donde abundaban la tierra y las oportunidades de ascenso social, resultaba difícil que prendieran las ideas socialistas. «En los arrecifes del roast beef y del pastel de manzana», escribió Sombart, «las utopías socialistas están condenadas a naufragar». Hasta Karl Marx y Friedrich Engels se plantearon en repetidas ocasiones el mismo problema, sin alcanzar nunca una conclusión definitiva. Aun así, ambos mantuvieron la esperanza hasta el final de sus vidas.

Más adelante, en 1952, el sociólogo Daniel Bell, quien se veía a sí mismo como un socialista moderado, abordó en un controvertido artículo académico el «infeliz problema» del socialismo democrático en Estados Unidos, el «dilema irresoluble» de cómo «estar en el mundo sin ser parte de este»; de operar, siempre de forma insuficiente, como fuerza moral, más que política, en el marco de una sociedad inmoral. Según Bell, los comunistas estadounidenses poseían una posición más clara (la de ser los «antagonistas declarados» del sistema dominante), pero los socialistas se hallaban condenados a la ambigüedad. 

Pese a este «infeliz problema», la historia del socialismo democrático en el país es extensa y fecunda. Hay incluso quien la remonta hasta Thomas Paine (1737-1809), el founding father que mostró una sensibilidad más radicalmente democrática e igualitaria –y el principal defensor, en su tiempo, de una forma embrionaria de Estado social–. Pero en la amplia mayoría de estos relatos, un nombre destaca por encima del resto: Eugene V. Debs, fundador del Partido Socialista (PS) en 1901 y en cinco ocasiones candidato presidencial, a quien Mamdani citó en el comienzo de su discurso: «Puedo ver el amanecer de un día mejor para la humanidad». Debs, más un intérprete radical de la tradición republicana de Estados Unidos que un socialista «estilo europeo», llegó a alcanzar 6% del voto en 1912, el mejor resultado histórico del partido. En aquel momento el PS tenía más representantes electos que el laborismo británico (a pesar de no contar con el beneplácito de figuras como León Trotsky, quien denostaba el «carácter burgués y complaciente» del socialismo estadounidense, al que veía como una agrupación de «dentistas exitosos»).

Si bien mantuvo una influencia considerable en el movimiento sindical, tras la muerte de su líder en 1926 el partido comenzó un prolongado declive causado por divisiones doctrinales, persecuciones policiales y, paradójicamente, por el éxito del New Deal de Franklin D. Roosevelt –mencionado con frecuencia por Mamdani–, que, aunque se nutrió de muchas de sus ideas, acabó dejándolo fuera de juego. 

La larga noche socialista derivó en la proliferación de grupúsculos que cambiaban sus siglas con regularidad. Por si fuera poco, en plena agitación de la década de 1960, la problemática relación con la New Left surgida del movimiento estudiantil y las posiciones divergentes en torno de la Guerra de Vietnam produjeron nuevas escisiones. No fue hasta 1982 cuando se fundó DSA, a partir de la convergencia de dos pequeñas organizaciones: una muy vinculada al viejo socialismo sindical y la otra, más abierta al incipiente activismo feminista y antirracista.

El principal artífice de su creación fue Michael Harrington, figura controvertida y prolífica, quizá la más influyente en el desarrollo orgánico del socialismo democrático en Estados Unidos. (Sin olvidar a Barbara Ehrenreich, pensadora de mayor peso en el ámbito cultural y activista, y con quien mantuvo desacuerdos recurrentes). Criado en una familia católica de ascendencia irlandesa pero neoyorquino por adopción, Harrington saltó a la fama dos décadas antes de la creación del DSA gracias a The Other America [Los otros Estados Unidos], un breve ensayo que sacudió la conciencia nacional. Su tesis era tan sencilla como elocuente: la pobreza, en una sociedad tan opulenta como la estadounidense, estaba mucho más extendida de lo que la mayoría de sus ciudadanos suponían. El libro, que abogaba por la intervención estatal para enfrentar la exclusión material (sin mencionar en una sola ocasión la palabra «socialismo»), fue ampliamente discutido por los medios de comunicación y leído por importantes asesores de los gobiernos de John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson.

Consolidado ya como intelectual público –el conservador William F. Buckley Jr. llegó a burlarse de él en un debate, al decir que ser el socialista más conocido de Estados Unidos era «como ser el edificio más alto de Kansas»–, Harrington mantuvo en sus numerosas conferencias y libros el propósito común de dar forma al «ala izquierda de lo posible».

En sus ensayos, especialmente The Twilight of Capitalism [El crepúsculo del capitalismo] (1976) y Socialism: Past and Future [Socialismo: pasado y futuro] (1989), desarrolla su tesis del «gradualismo visionario»: la convicción de que todo cambio sustancial solo puede gestarse a lo largo de un periodo prolongado; de que la complejidad de las sociedades contemporáneas (en particular la estadounidense) exige una orientación clara sobre el rumbo a seguir y, sobre todo, una dosis inagotable de paciencia. De hecho, él fue el principal impulsor de la «estrategia del realineamiento» que debía guiar las acciones de DSA: «infiltrar» el Partido Demócrata y empujarlo hacia posiciones más progresistas. En sus propias palabras: «Comparto con los liberales de este país [liberals, en el sentido estadounidense] un programa inmediato, porque el mejor liberalismo, llevado hasta sus últimas consecuencias, desemboca en el socialismo. Soy radical pero procuro evitar los discursos grandilocuentes. Aspiro, simplemente, a situarme en el ala izquierda de lo posible».

Este pragmatismo antecede y desborda la figura de Harrington. Tal vez donde mejor se manifiesta sea en el ámbito local, donde el socialismo democrático cuenta con una historia larga y singular. Destaca, sobre todo, el caso de Milwaukee: entre 1910 y 1960, los candidatos socialistas dominaron la política municipal de esta ciudad de Wisconsin. Por su enfoque constructivo y su empeño en modernizar y sanear la red pública de alcantarillado, Morris Hillquit, líder fallido del PS en Nueva York, más dado a la retórica grandilocuente que a la gestión, bautizó a aquellos alcaldes como «socialistas de las alcantarillas» (sewer socialists), un mote del que ellos mismos se reapropiaron con orgullo. En una extensa entrevista en The Nation, Mamdani recuperó este legado para definir su campaña neoyorquina:

«En los últimos años hemos visto cómo un vocabulario que debería pertenecer a la izquierda –el de la eficiencia y el rechazo al despilfarro– ha pasado a ser patrimonio de la derecha. Luchar por los trabajadores también implica luchar por su calidad de vida. Para mí, el socialismo de las alcantarillas encarna la convicción de que el valor de una ideología se mide por sus resultados. Significa mejorar los bienes y servicios que las personas de clase trabajadora utilizan cada día: el alcantarillado, el agua potable, los parques. La confianza se gana con hechos, y eso es precisamente lo que busco: una ciudad asequible y la demostración de que el gobierno puede, efectivamente, cumplir con sus responsabilidades hacia quienes sostienen con su trabajo esta ciudad». 

Mamdani no será el primer alcalde de Nueva York vinculado al DSA. Aunque renegó de la etiqueta durante su mandato, este título corresponde a David Dinkins, primer alcalde negro de la ciudad y una figura moderadamente progresista, que gobernó entre 1990 y 1993 en medio de una crisis fiscal, pánico moral por la inseguridad y crecientes tensiones raciales. Sin embargo, cuando en uno de los debates le preguntaron quién había sido, a su juicio, el mejor alcalde en la historia de la ciudad, Mamdani respondió sin vacilar: Fiorello LaGuardia. Miembro del Partido Republicano y alcalde entre 1934 y 1946, LaGuardia amplió los programas sociales, abarató el transporte público, construyó autopistas, piscinas y parques infantiles, creó la primera autoridad pública de vivienda del país e impuso controles de los precios de los alquileres. Con todo, LaGuardia gobernó en plena era del New Deal, cuando la intervención pública encarnaba una nueva promesa de prosperidad, y mantuvo una relación privilegiada con Roosevelt, pese a pertenecer a partidos diferentes («No existe una manera republicana o demócrata de recoger la basura», repetía con asiduidad). El momento de Mamdani es, como mínimo, muy distinto.

El actual DSA es igualmente una organización diferente de la de los tiempos de Harrington. Hoy cuenta con más de 80.000 miembros, frente a los apenas 7.000 de la década de 1980. Si antes de la primera campaña presidencial de Bernie Sanders la mediana de edad superaba los 68 años, hoy se sitúa por debajo de los 33. En el pasado, el respaldo público de figuras conocidas se reducía prácticamente a la periodista y escritora Gloria Steinem y el filósofo y activista Cornel West; ahora, numerosas celebrities (de la academia y de fuera de ella) expresan su apoyo sin ambages a los socialistas democráticos.

También ha cambiado su relación con el mundo sindical: de un vínculo estrecho con el sindicalismo clásico ha pasado a una colaboración más flexible con el llamado «nuevo sindicalismo». Hasta 2017 formó parte de la Internacional Socialista, pero hoy, en cambio, tiende a identificarse con partidos situados más a la izquierda. Su estrategia reciente se centra en concebir la participación en las primarias demócratas como el principal terreno de influencia política. Aunque muchos en la organización interpretan esta táctica como una preparación (indeterminada en el tiempo) para una futura ruptura con ese partido del sistema, el realineamiento que Harrington teorizó hace casi medio siglo –mover al Partido Demócrata hacia posiciones socialdemócratas– sigue, en buena medida, operando en la práctica.

En su autobiografía, publicada en 1989, consciente de que su enfermedad pondría pronto fin a su vida, Harrington escribió que el socialismo estadounidense «fue, y continúa siendo, un fracaso histórico». En esas mismas páginas se definía a sí mismo como un «corredor de larga distancia», alguien con la determinación suficiente para continuar la lucha en las circunstancias más adversas, sin esperar recompensas inmediatas. «Corro hacia el reino de la humanidad», confesaba, «plenamente consciente de que nunca lo alcanzaré. Tal vez nadie lo haga».

Hoy, esa carrera de relevos encuentra en Mamdani a un socialista dispuesto a recoger el testigo, decidido a hacer de aquel «fracaso histórico» un diagnóstico provisional y no una profecía derrotista. Hasta qué punto este nuevo éxito puede extrapolarse a otros lugares y cómo afectará al crecimiento de DSA –«mi plataforma no es la misma que la de DSA en el ámbito nacional», dijo Mamdani durante la campaña– es una cuestión que, de nuevo, solo el tiempo saldará.

«Es la misma lucha»

Corría el año 1965. Un joven activista nacido en la India y criado en Uganda es detenido en Montgomery, Alabama, tras participar en una marcha por los derechos civiles. Desde el calabozo, hace uso de la única llamada a la que tiene derecho para contactar con el embajador ugandés en Estados Unidos. Molesto por el incidente, el diplomático lo reprende por «inmiscuirse en los asuntos internos de un país extranjero». La respuesta no se hace esperar: «No es un asunto interno», replica el joven. «¿Acaso olvida que logramos la independencia hace apenas unos años? Es la misma lucha por la libertad».

Ese joven era Mahmood Mamdani, hoy un prestigioso antropólogo de la Universidad de Columbia y una de las figuras más reconocidas de los estudios poscoloniales. La anécdota figura en Slow Poison [Envenenamiento lento] (2025), su ensayo más reciente, una historia de la Uganda independiente contada a través de sus autócratas, Idi Amin (quien deportó al propio Mamdani por sus orígenes asiáticos) y Yoweri Museveni (todavía presidente, 39 años después). En el fondo, el libro funciona como una autobiografía intelectual y política, y deja entrever una vida tan trepidante como comprometida, vivida a caballo entre los círculos activistas y los pasillos de las universidades de la Ivy League. Mahmood Mamdani es, además, el padre de Zohran, y la ambivalencia que desprende su trayectoria atraviesa también la de su hijo.

Es más: el segundo nombre del candidato a la Alcaldía de Nueva York es Kwame, en honor a Kwame Nkrumah, líder de la independencia ghanesa y teórico del panafricanismo, una tradición intelectual con la que Mahmood Mamdani ha mantenido un constante diálogo crítico. Así, a lo largo de más de cuatro décadas, Mamdani ha abordado cuestiones que van desde el legado del imperialismo en la economía ugandesa hasta las causas y consecuencias del genocidio en Ruanda, la tragedia bélica en Sudán o los efectos globales de la llamada «guerra contra el terror». 

Lo que subyace a esta prolífica obra (sorprendentemente poco traducida al español) es un análisis sostenido del papel de las identidades políticas. En Neither Settler nor Native: The Making and Unmaking of Permanent Minorities [Ni colonos ni nativos: cómo se forman y se deshacen las minorías permanentes] (2020), donde examina los casos de Sudáfrica, Israel, Sudán y Estados Unidos, Mamdani muestra cómo el colonialismo impulsó «la creación de minorías permanentes y su mantenimiento mediante la politización de la identidad». De ahí que, para él, la verdadera descolonización requiera «desarticular la permanencia de estas identidades». En consecuencia, con la Sudáfrica posterior al apartheid en mente, aboga por superar las dicotomías entre «perpetrador y víctima» o «mayoría y minoría».

A este respecto, en Define and Rule: Native as Political Identity [Definir y gobernar: lo indígena como identidad política] (2012), Mamdani explica cómo la administración colonial pasó del principio de «dividir y gobernar» (divide and rule) al de «definir y gobernar» (define and rule). Bajo esta nueva lógica, la identidad del «nativo» no remite a una condición esencial, sino que aparece como una construcción del Estado colonial. La tecnología moderna de gobierno, sostiene Mamdani, se basa precisamente en la producción de identidades artificiales destinadas a ser administradas. En oposición a esta dinámica, el libro destaca el caso de Julius Nyerere, primer presidente de la Tanzania independiente, cuyo proyecto nacionalista buscó forjar una ciudadanía común frente a la herencia colonial de privilegios raciales y tribales, que había fragmentado al país en 126 grupos étnicos con distintos grados de reconocimiento y dignidad. En un debate parlamentario de 1961 sobre si la ciudadanía tanzana debía fundarse en la raza o en la residencia, Nyerere se inclinó con firmeza por lo segundo: «glorificamos a los seres humanos, no el color de su piel».

Antes, en Good Muslim, Bad Muslim [Musulmanes buenos, musulmanes malos] (2005), Mamdani había escrito que «después del 11 de septiembre, tener un nombre identificable como musulmán en Estados Unidos implica ser consciente de que el islam se ha convertido en una identidad política». La retórica de la época –encabezada por George W. Bush con su distinción entre «musulmanes buenos» y «musulmanes malos»– convertía, de hecho, a todo musulmán en sospechoso hasta que demostrase lo contrario. Su hijo Zohran ha relatado en numerosas ocasiones, a lo largo de la campaña, sus propias vivencias como joven musulmán en la Nueva York posterior al atentado contra las Torres Gemelas: los controles aleatorios, las miradas inquisitivas, las experiencias traumáticas en los aeropuertos.

La islamofobia, lejos de ser un mero trauma adolescente, ha ocupado un lugar central en la campaña. Su rival demócrata Andrew Cuomo se rió cuando su entrevistador insinuó que Mamdani celebraría un nuevo 11 de Septiembre; la congresista trumpista Marjorie Taylor Greene publicó una imagen de la Estatua de la Libertad cubierta con una burka; y el New York Post lo asocia, un día sí y otro también, con el yihadismo. No es un detalle menor: Zohran Mamdani será el primer alcalde musulmán de Nueva York, una ciudad donde casi 10% de la población profesa el islam. Tras estos ataques, el candidato difundió un extenso video en el que afirmaba que «el sueño de todo musulmán es ser tratado igual que cualquier otro neoyorquino».

Para Mahmood y Zohran Mamdani, la identidad no es un mero artificio ni una declaración performativa; en su horizonte se vislumbra siempre una dignidad común donde la diferencia pueda celebrarse, un terreno de igualdad en el que lo plural y lo distinto encuentren espacio para florecer. Frente a la cooptación elitista que el Partido Demócrata ha hecho de la identity politics, el núcleo de la plataforma del joven Mamdani es otro: «mi política es la universalidad», ha repetido en numerosas ocasiones.

Así, más allá del énfasis en la capacidad adquisitiva, la universalidad es el nexo que une su visión de los programas sociales con su política exterior. Por un lado, la mayoría de sus propuestas, desde el transporte público hasta las guarderías, beneficiarían a cualquier neoyorquino, sin importar su renta ni su posición social. Durante su etapa como asambleísta estatal, Mamdani puso en duda la eficacia del programa Fair Fares [Tarifas justas], que pretendía reducir en 50% el costo de metro y autobús para los ciudadanos con menos ingresos. El problema, advertía, era que menos de la mitad de ellos lograba acceder a esa ayuda. De ahí su defensa de la universalidad por razones de justicia social y, sobre todo, de eficacia. «Cuando se le pide a la clase trabajadora que supere una carrera de obstáculos burocrática para acceder a una ayuda, se acaba dejando fuera a la mayoría. En cambio, cuando una medida es universal, los beneficios se multiplican: no son solo económicos. Son también seguridad pública, cohesión social y tranquilidad para todo el mundo».

Por otro lado, Mamdani, siempre firme en su oposición a lo que califica abiertamente de «genocidio» palestino, ha ido avanzando, a lo largo de la campaña, hacia una retórica de «humanidad común», una posición que nace de «la defensa de la universalidad de los derechos humanos». Sin recurrir a un lenguaje frío o legalista, el candidato ha tratado de anclar su apoyo a la causa palestina en el carácter necesariamente universal del derecho internacional, llegando incluso a declarar que ordenaría la detención de Benjamin Netanyahu si este pusiera un pie en Nueva York.

Interrogado sobre si reconoce el «derecho a existir» de Israel, respondió afirmativamente. Sin embargo, cuando en otra ocasión le preguntaron por el derecho de Israel a existir como Estado judío, su réplica cambió: «Ningún Estado debería existir con un sistema de jerarquías basado en la raza o la religión», subrayando que ese criterio aplica por igual a cualquier proyecto etnonacionalista, sea en Israel, Arabia Saudita o la India. Más aún, en unas declaraciones que suscitaron un amplio debate, y tras reafirmar por enésima vez su compromiso con la «universalidad», añadió: «No encuentro mejor manera de ilustrar mi postura [sobre el conflicto] que con las palabras de las familias de los rehenes israelíes: todos por todos (everyone for everyone)».

«En una época de oscuridad, Nueva York puede ser un halo de luz». La frase, ya símbolo de su campaña, resuena en casi todos los mítines de Mamdani, desde Brooklyn hasta el Bronx. Aunque el éxito de su aventura política tenga mucho que ver con factores locales –los escándalos sexuales de Andrew Cuomo, el sistema de ranked choice voting (voto por orden de preferencia) y el respaldo cruzado del contralor (judío) de la ciudad Brad Lander en las primarias, la caída en desgracia del alcalde demócrata Eric Adams, marcado por la corrupción, o la presencia de un candidato republicano tan heterodoxo como Curtis Sliwa–, su victoria encierra una promesa universal. Porque, por mucho que Nueva York sea Nueva York –la ciudad universal por excelencia; el epicentro global, al mismo tiempo, del capitalismo y de la diversidad–, pocas veces una contienda municipal había despertado tanto interés (y tanta esperanza) en tantos rincones del planeta. «Es la misma lucha por la libertad», parece decirnos Zohran Mamdani, evocando las palabras de su padre más de medio siglo después.

 

Fuente: Nueva Sociedad - Noviembre 2025

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