Los cómplices de Trump
El 20 de febrero de 1933 tuvo lugar una reunión secreta en la residencia palaciega de Hermann Göring en Berlín. Más de 20 de los principales industriales de Alemania, entre ellos Gustav Krupp, Friedrich Flick y Fritz von Opel, escucharon allí un discurso de Adolf Hitler en el que les prometía que sus bienes estarían seguros durante su gobierno. De este modo, los industriales aceptaron apoyar al partido nazi con más de dos millones de marcos imperiales, una suma enorme que prácticamente alcanzaba para pagar la inminente campaña electoral.
Pocos de estos hombres, si es que había alguno, eran nazis convencidos. Formaban parte del Herrenklub alemán (Club de Señores), que era muy conservador, pero no nacionalsocialista. Sin embargo, respondiendo a sus mezquinos intereses propios, se convirtieron en catalizadores de Hitler.
Al hacerlo fueron cómplices de un régimen criminal que resultó culpable de asesinatos masivos y por último de la destrucción del país. Sus empresas se beneficiaron inmensamente con el trabajo esclavo. Thomas Mann calificó al Herrenklub de “iniciador de miserias”. Esto no impidió que Flick y otros disfrutaran de progresos florecientes después de la guerra, luego de cumplir condenas a prisión reducidas.
El presidente de Estados Unidos Donald Trump no es un dictador nazi (si bien algunos de sus asesores más cercanos admiran ciertas ideas que inspiraron el fascismo y el nazismo en el pasado). No obstante, es una amenaza para la democracia que supuestamente debe proteger. No deja de atacar a la prensa libre y a la independencia judicial y estimula la violencia callejera, incluida la de los neonazis. Retuitear videos antimusulmanes publicados por un extremista británico es apenas el último de sus agravios.
Es posible que muchos políticos republicanos que respaldan a Trump, y aun los multimillonarios que financian las campañas de todos ellos, tengan reservas respecto del narcisista peligrosamente imprevisible de la Casa Blanca, así como los señores del Herrenklub probablemente despreciaran en su momento al individuo advenedizo de ridículo uniforme marrón. Pero con solo contadas excepciones, los políticos siguen apoyando a Trump, y por una razón similar: su mezquino interés de mantenerse en el poder y generar más dinero para quienes los patrocinan.
Un ejemplo excelente es la legislación impositiva impuesta recientemente en el Senado. Una vez que el proyecto se compatibilice con la versión de la cámara de representantes y Trump lo convierta en ley, las grandes corporaciones y la gente más rica se van a beneficiar a costa de los pobres y los más vulnerables. Y según la Oficina de Presupuesto del Congreso –independiente de los partidos políticos–, también la salud financiera de EE.UU. se verá afectada, con un incremento del déficit estimado en 1.214 billones de dólares para 2027.
Los votantes de Trump de las zonas rurales de los estados relativamente pobres y las ciudades del cordón industrial del Medio Oeste, donde la gente necesita de la ayuda del gobierno central para conservar su solvencia y su salud, tendrían que ver esto como una traición. Muy probablemente sean ellos los que paguen el precio de enriquecer todavía más a los más ricos.
Desde luego, hay muchas diferencias entre Estados Unidos hoy y Alemania en la década de 1930. Los pensadores de izquierda han afirmado con frecuencia que el fascismo es la última etapa del capitalismo. A decir verdad, el nacionalsocialismo y el fascismo no han sido especialmente amistosos con el capitalismo liberal. Ni estuvieron destinados a beneficiar únicamente a una oligarquía. Las grandes empresas prosperaron en ambos sistemas, no cabe duda, especialmente las corporaciones que lucraban con la minería y el gasto militar. Pero aparte de las minorías perseguidas y los disidentes, mucha gente común salió ganando con los programas de gobierno (por no mencionar el saqueo en los países conquistados).
Los industriales que se reunieron en torno a Hitler y Göring en 1933 terminaron comprados por un régimen de gángsters asesinos. Lo mismo pasó con el cuerpo de oficiales alemán. Eso no fue la última etapa del capitalismo; Hitler usó a los capitalistas para sus ominosos fines.
La situación en EE.UU. bajo el gobierno de Donald Trump parece bastante diferente. Trump empleó un lenguaje populista en su campaña e hizo acopio del resentimiento popular contra las elites urbanas educadas, incluidos los capitalistas de Wall Street. Y continúa satisfaciendo las emociones de racistas blancos insensibles y otros que sienten que el mundo moderno los ha dejado atrás y culpan por sus problemas a los más liberales y a las minorías étnicas y religiosas.
Pero todavía no está claro quién usa a quién en el mundo de Trump. Con su obsesión por que bajen los impuestos personales y corporativos y su aversión por el trabajo organizado y el gobierno federal, los patrocinadores ricos, como los hermanos Charles y David Koch o el magnate de los casinos Sheldon Adelson, parecerían estar manipulando a Trump, y no a la inversa. En cierto modo, tanto como Krupp u Opel (si no más), representan un tipo de capitalismo al que se lo está desligando de todas las restricciones necesarias. Esto empezó mucho antes de que Trump entrara en escena. El proceso se remonta por lo menos a la época de los recortes fiscales al “sector de la oferta” y la desregulación de Ronald Reagan.
En el corto plazo, el Estados Unidos corporativo y rico probablemente estará muy bien. Es posible que los mercados bursátiles continúen con su tendencia alcista por un tiempo más. Pero en el largo plazo, con amenazas de déficit, acuerdos de comercio internacionales hechos pedazos y una política de gasto totalmente inadecuada en infraestructura básica, educación y salud pública, las cosas podrían ponerse muy mal. Convalidar a un presidente que constituye claramente un peligro para la democracia en función de ganancias inmediatas es antipatriótico y moralmente condenable. Pero además carece de sentido económico.
Henry Ford fue un antisemita que se alegraba de cooperar con la Alemania nazi, hasta 1942. También fue directivo de la organización America First Commitee, que se oponía a entrar en guerra contra Hitler. Pero tenía una concepción, que los cómplices de Trump que anteponen ante todo los negocios harían bien en considerar. “Fordismo” significaba que los trabajadores tendrían que ser lo suficientemente ricos para comprar un auto de los que producían sus fábricas. La ley impositiva de Trump va a dejar a millones de consumidores potenciales en condiciones mucho peores por lejos. Y eso no puede ser bueno para los negocios.
- Ian Buruma, es editor de The New York Review of Books, autor de Year Zero: A History of 1945.
Traducción: Román García Azcárate
Revista Ñ de Clarín - 18 de diciembre de 2017