Los legados
Ese viernes me despertaron casi de madrugada. Nos sentamos los tres en el living, alrededor de la mesa ratona. Mi papá tenía en su mano un manuscrito en letra cursiva y trazo de pluma que aún conservo y sobre el que se veían algunas correcciones. No supe interpretarlo en el momento, pero esos pocos ajustes reflejaban una decisión largamente meditada. La noche anterior lo había visto en una escena típica de él. Mi papá en la cama, la tele prendida, su mano sobre el control remoto, la cara rígida, la mirada extraviada. La mente pensando, exhausta.
Empezó a leer. “Presento mi renuncia indeclinable al cargo de vicepresidente de la Nación.” La renuncia indeclinable era una fórmula que no conocía y me llamó la atención. Ahora, cada vez que vuelvo a esa imagen, pienso en ese adjetivo. Mi mamá y él habían conversado durante la noche, pero ella escuchaba con la atención de quien lo hace por primera vez. Quise imitarla. La veía tan cauta a pesar de no serlo en general, a pesar de ser una mujer apasionada y temperamental. Como si esa cautela reflejara alguna forma de reconocimiento.
Lo que vino después puedo reconstruirlo solo a través de recuerdos ajenos. Los llamados telefónicos; mis hermanos y los compañeros del Frente llegando al edificio de Paraguay; la gente amontonándose de a poco, la calle cortada para el mediodía; mi abuela en el balcón, con su Alzheimer avanzado, asomando al caniche como si fuera el Rey León. El frenesí, la efervescencia, la esperanza. Todo eso me lo perdí. Porque esa mañana, después de la lectura, después del gesto de orgullo de mi mamá, después de ver cómo mi papá terminaba de macerar sus argumentos y asumir el peso de su decisión, me fui de casa.
Habíamos organizado una sentada en la puerta del rectorado de mi colegio y me tocaba llevar el megáfono. Nadie me dijo quedate, hoy no vayas. Así que esa mañana tomé el subte, protesté por alguna cosa que no recuerdo, almorcé un sanguche en la parrilla de la calle Piedras y pasé la tarde en la casa de mi novio, en el barrio de Boedo. A la noche, fui a cursar. El día más importante de su historia política, cuando mi papá leía ese manuscrito, ahora al país entero, yo estaba en clase de geografía con un profesor que se esforzaba por disimular el asombro. Una chica, en la escuela pública, con sus compañeros, escuchando sobre relieves o sobre cuencas hídricas. Sentada en mi banco, trataba de cumplir con uno de sus legados: ser alguien común.
El día más importante de su historia política, cuando mi papá leía ese manuscrito, ahora al país entero, yo estaba en clase de geografía con un profesor que se esforzaba por disimular el asombro.
Soy hija de Chacho. Desde que tengo recuerdos, su nombre produce algo en la persona que tengo enfrente. Los sentimientos son varios y el peso cambia según generaciones. En los papás de mis amigos, por ejemplo, personas que vivieron de jóvenes la transición democrática, él despierta un recuerdo, la mayoría de las veces, de entusiasmo. Un entusiasmo, una expectativa, los efectos de una seducción. En algunos, ese recuerdo está un poco marchito; se cruzan admiración y desencanto. A veces, incluso, bronca. Esa bronca que deja el abandono.
Después hay otro sentimiento: la incomprensión. ¡El Chacho!, ¿en qué anda?. Es una frase que escuché tanto como otras: “fuerza, Chacho”, “volvé, Chacho”. En un momento sus decisiones se volvieron opacas para todos. Para la gente de a pie, para los que siguen con dedicación la historia argentina y para los que somos parte de sus afectos más cercanos. La política no se deja (o la pasión por la política). Ese parece ser el sustrato que hay detrás de la incógnita; el mandato que mi papá desoyó. Y después está la gente atraída por el poder o por la fama. Pero este sentimiento me interesa menos.
Por supuesto, estoy hablando de un mundo pequeño, de mi mundo. Quisiera narrarlo desde esta experiencia particular: desde el lugar de alguien que busca, hace años, desde siempre, entender eso que produce escuchar su nombre.
Hay quienes buscan explicarlo más allá del peronismo o en su oposición a él. Chacho mismo parece, por momentos, avalar esa pretensión. Porque algo de esa fuerza (sus lógicas, sus prácticas, sus formas de ejercicio del poder) lo repelen. Y porque muchas de sus obsesiones (la honestidad, la lucha contra la impunidad y la corrupción) no encuentran espacio ahí. Sin embargo, su biografía es también la de un militante peronista de izquierda; y la de una generación.
Empezó a militar a los 16 años, cuando todavía era estudiante del Colegio Mariano Acosta y vivía con sus papás y su hermano Fernando, cuatro años mayor, en un PH frente al Spinetto, en el barrio de Balvanera. De la mano de Fernando, que empezaba su carrera en las Cátedras Nacionales, y entusiasmado por los dirigentes sindicales de la resistencia, Chacho dio sus primeros pasos en la CGT de los Argentinos, y luego de su propio descubrimiento de Perón, en el Movimiento Revolucionario Peronista. Hijo de un obrero gráfico y un ama de casa, buscaba sumergirse, como diría años más tarde, en el torrente de la historia popular.
Se trataba de una familia desentendida de la política, pero rigurosa en sus valores: en ese helado departamento de dos ambientes, al que nunca llegaban visitas, cualquier forma de comodidad o de placer eran signos de pereza. Cada tanto, Chacho necesita volver a esa infancia de carencias, sobre todo, al momento en que empezó a trabajar vendiendo agujas en Villa Lacarra. Porque esa infancia explica dos elementos constitutivos de su personalidad y de su camino: un mandato de austeridad y un desinterés casi total por cualquier forma de consumo.
En un momento sus decisiones se volvieron opacas para todos. Para la gente de a pie, para los que siguen con dedicación la historia argentina y para los que somos parte de sus afectos más cercanos.
En marzo del ‘69, trabajando como visitador médico, ingresó a la carrera de historia de la Facultad de Filosofía y Letras y se incorporó a JAEN, una agrupación nacionalista conducida por Rodolfo Galimberti. Usaba blazer y mocasines en plena moda hippie. Su paso por JAEN fue breve pero determinante en un aspecto: a partir de ese momento, todos comenzaron a llamarlo Chacho.
Fastidiado con la jefatura de Galimberti, fundó la FORPE, agrupación que, aún siendo parte de la Tendencia, se mantuvo crítica a la opción armada y terminó por desintegrarse cuando las tensiones en el peronismo no daban lugar a otras formas de militancia. A fines del ‘74, se refugió, entonces, en una Unidad básica de Palermo, en Honduras y Serrano, incorporada luego a las filas de la JP Lealtad. Desde ese recodo barrial, buscaba representar una posición inviable: ser peronista de izquierda, leal a Perón y opositor al Isabelismo y López Rega.
Germán Abdala.
Para ese entonces, Chacho ya tenía tres hijos, y dos exmatrimonios: con Marta, la mamá de mi hermano Ramiro, y con Gloria, con quien tuvo a María y a Dolores. A Liliana, mi mamá, la conoció al final de la dictadura militar gracias a Carlos Vallejo, el dueño de la fábrica en Lanús donde ella trabajaba como administrativa. Carlos era lector de Vísperas, la revista clandestina que en 1979 habían fundado Norberto Ivancich, Darío Alessandro y Chacho, con el apoyo de Carlos Corach. Cada ejemplar de Vallejo terminaba en manos de Liliana, que acababa de salir de su detención en Devoto y exploraba un lugar donde reinsertarse políticamente.
Vísperas buscaba responder a una pregunta sobre la identidad del peronismo (¿qué hacer sin Perón?), y se había convertido en la forma de Chacho de hacer política por fuera de las estructuras partidarias. Para ese entonces, llevaba diez años de militancia más cerca de Perón que de las organizaciones, e iba consolidando un estilo en el que la práctica política y la intelectual se volvían indiscernibles.
La mejor expresión de ese cruce fue la Revista Unidos, publicada por primera vez en mayo de 1983, y editada por Chacho, Mario Wainfeld, Arturo Armada y Horacio González, entre otros. Unidos se proponía encarnar una revisión crítica de las cuatro décadas anteriores: del peronismo clásico a la experiencia de los setenta, pasando por las luchas populares de la proscripción y el exilio. Ese ejercicio crítico también suponía entender la novedad que introducía la democracia en la vida política argentina y construir desde ahí un nuevo lenguaje para el peronismo.
Hijo de un obrero gráfico y un ama de casa, buscaba sumergirse, como diría años más tarde, en el torrente de la historia popular.
En diciembre del ‘89, convertido en un joven dirigente de la renovación cercano a uno de sus líderes -Antonio Cafiero-, Chacho asumió como diputado nacional. El personaje indiscutible de esos años es Germán Abdala, militante gremial, dirigente de ATE, oriundo de Santa Teresita. Lo es al punto de que muchos alguna vez se preguntaron qué hubiera sido de todo (de Chacho, del Frente, del sindicalismo argentino) si Germán no hubiese muerto tan joven de un cáncer de cadera.
Juntos fundaron el Movimiento Renovador Peronista de Capital y el Grupo de los Ocho, espacios desde los cuales construyeron una férrea oposición al menemismo, al que acusaban de reaccionario y regresivo. Chacho y Germán compartían varios atributos: el carisma, la lucidez, la seducción, la simpatía. Y la audacia. Una audacia que se expresaba en el plano del discurso y las ideas, pero también de la acción política y la calle. Los ejemplos fueron muchos; el que quedó en el recuerdo de todos fue la constitución de un bloque opositor al PJ en el Congreso, luego de los Indultos a la Junta militar.
La ruptura con el peronismo fue traumática. Implicaba, según sus propias palabras, el abandono de un domicilio existencial. En Ladran, Chacho, la biografía que Luis Pazos y Sibila Camps escribieron en 1995, figura una anécdota que, vista desde el presente, resulta premonitoria.
-¿Cómo nos vamos a ir del peronismo si esta es nuestra vida? -le preguntó un militante territorial durante la asamblea del MPR donde se debatía la ruptura.
– Yo me voy. No sé a dónde. A hacer la nuestra. No quiero ser cómplice de este gobierno, ni compartir esta historia con compañeros que me hablan como si hasta el día de ayer no hubiesen dicho lo contrario. No me voy por especulación política sino porque estoy absolutamente asqueado. No doy más -contestó.
En 1990, mi papá expresaba así los mismos dilemas que lo acompañarían a lo largo de su vida: la pasión y la angustia por la política; la tensión entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción; el choque entre instinto y racionalidad.
…
Liliana siempre fue díscola con el poder. Mantenía un vivo resentimiento de clase, una distancia (y cierto desprecio) por los ricos, sus lugares, sus hábitos y costumbres, sus gustos. Chacho, no. A él siempre le interesó el poder. Entenderlo, seducirlo, construirlo también. Algunos piensan que ese fue uno de los grandes méritos de su carrera política: ser capaz de crear una alternativa de poder real. Otros, en cambio, piensan que avanzó en esa construcción sin medir las consecuencias de lo que cada uno de esos pasos implicaba.
Los años que van desde principios de los noventa hasta su renuncia, en el 2000, son los de ese pasaje: de la oposición y la crítica, al armado de una alternativa. El punto de inflexión podría considerarse la llegada al Gobierno, aunque quizá está un poco más atrás, en la decisión de conformar la Alianza con el radicalismo en 1997. Ahí, en ese hito, aparecen también los primeros enigmas.
Para 1997, el Frente Grande se había convertido en la primera fuerza de la Ciudad de Buenos Aires durante la elección constituyente de 1994 y un año más tarde, en las presidenciales del ‘95, el Frepaso había salido segundo a nivel nacional, poniendo así en crisis el sistema bipartidista. Chacho se había convertido en el principal opositor al menemismo, con una agenda de anticorrupción y transparencia, y gracias a la conquista de periodistas y medios de comunicación, una estrategia clave de su crecimiento político. Su popularidad también se explicaba por ciertos cambios en su lenguaje (el más emblemático, dejar de hablar de pueblo para hablar de sociedad) y al hecho de haber incorporado la estabilidad macroeconómica y la gobernabilidad como dos de sus banderas.
El capítulo 3 de Sin excusas, el libro que escribió junto a Joaquín Morales Solá, se titula “El primer error” y empieza por la época fundacional de la Alianza. Chacho volvió ahí a un argumento tantas veces esgrimido: la demanda de representación. El pedido de la gente de contar con una fuerza capaz de ganarle al menemismo (ahí, otra de las frases tantas veces escuchada: “júntense, Chacho”). Apoyándose en referencias que van de Massimo D’Alema a Benedetto Croce, explicaba que fue un problema de tiempos, que se apuraron, pero que no se trató, en ningún caso, de una ambición de poder.
Su paso por JAEN fue breve pero determinante en un aspecto: a partir de ese momento, todos comenzaron a llamarlo Chacho.
A Chacho siempre le interesó el poder, pero mantuvo con él una relación ambivalente. Esa ambivalencia recorre como un río subterráneo su trayectoria política, desde las internas en sus diferentes espacios (un recuerdo de mi infancia: yo llorando, a escondidas, en la escalera del Hotel Savoy, su incomprensible derrota con José Octavio Bordón) hasta la resistencia a encabezar las negociaciones por candidaturas o cargos. La renuncia misma fue una muestra de esa ambivalencia.
Con los años, Chacho construyó en torno a la renuncia un sistema de explicaciones con distintas variables: el rol del vice en un sistema presidencialista; la asimetría de los partidos que conformaban la Alianza en términos de programa y de estructura (él diría, de desarrollo institucional); la falta de aliados políticos en la lucha contra la corrupción o la “democracia tarifada”. Ese sistema incluye también algunas autocríticas; la más importante, que se haya tratado de una decisión individual y no de una estrategia colectiva.
Aunque se mantuvo como una incógnita, la renuncia sólo lo es por una cuestión retrospectiva. Porque lo que no tiene explicación no es eso, sino lo que vino después: la otra renuncia. A la práctica política, a la vida pública y a la palabra. Un silencio que mantiene hasta el día de hoy como el más severo y desproporcionado de los castigos, y que parece funcionar, también, como una forma de preservación y de reparo.
…
Años 2000. Carrera de Sociología. Pasaron dos o tres años de la crisis. El profesor que tengo enfrente habla sobre mi papá y sobre la experiencia de la Alianza. Lo critica fervorosamente. Refugiada en mi apellido, escucho desentendida, pero mis compañeros sienten la incomodidad por mí. Me preguntan por lo bajo: “¿no te pasa nada?”. Digo no y un poco desconfío. Aunque tengo una vida de entrenamiento, la indiferencia parece irreal. En verdad, no se trata de entrenamiento, sino de que esa experiencia me resulta completamente ajena: nunca sentí vergüenza por ellos, incluso conociendo tan de cerca las críticas y los errores. Ahí, otro de sus legados: el respeto a quienes buscan cambiar la realidad a través de la política. Y a los que, en ese camino, mantienen una coherencia.
La clase termina y vuelvo a casa. La vida se volvió, ahora sí, bastante normal. Ya no hay custodia, ni periodistas alrededor. Mi papá es profesor en Quilmes; mi mamá retomó su carrera universitaria. Viven separados, ambos a metros del Varela Varelita, sobre Paraguay, uno a cada mano de la Avenida Scalabrini Ortiz. Los dos pasan sus días leyendo. Siguen, con una vocación irremediable, el curso de la historia argentina.
En 1990, mi papá expresaba así los mismos dilemas que lo acompañarían a lo largo de su vida: la pasión y la angustia por la política; la tensión entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción; el choque entre instinto y racionalidad.
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A mi papá nunca le gustó viajar. No entiende el sentido de desconectarse de la rutina, ni de alejarse de todo lo que le interesa. Las pocas veces que tiene que ceder, elige el mar. Su descanso consiste, entonces, en caminar por la orilla, de una punta a la otra de la playa, una y otra vez. Solo camina y piensa, desde la salida del sol hasta su caída.
Su ámbito natural son los bares porteños. Los ama al punto de que sería posible explicarlo a través de ellos. Chacho y Darío, de madrugada, en el bar de la esquina de Santa Fe y Scalabrini Ortiz esperando la llegada de los diarios; Chacho y el Turco Mitre en Oporto durante el ostracismo; Chacho en las conferencias de prensa en El Molino; Chacho en El Taller, el desaparecido pub de Plaza Serrano, festejando los resultados de la elección del ‘94 al son de “somos la nueva alternativa popular”. También están los bares más íntimos, los que van por fuera de esa cartografía política. Y más allá de todos ellos, está el Varela, el bar alrededor del cual decidió vivir su vida.
El comienzo es fortuito. En los setenta, mi abuela, María de Mar, había vendido su casa en un paraje de las afueras de Comodoro Rivadavia para irse a Buenos Aires, donde estaba detenida su hija Liliana. Con esa venta, compró dos departamentos a metros del Varela, que ya llevaba más de un cuarto de siglo emplazado ahí. Liliana y Chacho se mudaron con mi hermana Paula, la hija de ella, al más pequeño, primero; y al de tres ambientes, dos años después. Desde ese entonces, el bar funcionó, como oficina, como desayunador familiar y como (otro) domicilio existencial.
En los noventa, ya convertido en un acontecimiento de la democracia, Liliana le planteó mudarse. Después de cierta resistencia, Chacho aceptó hacerlo a regañadientes y bajo una condición: que sea a dos cuadras del bar. Es un límite que nunca traspasó, a excepción de los años en los que vivió en Montevideo con Mayki, su compañera actual.
Hoy, Chacho comienza todas sus mañanas yendo al Varela con un libro bajo el brazo. En el camino saluda a cada uno de los personajes de la cuadra: al peluquero, a los encargados de edificio, al dueño de la rotisería, a Bochini, al comerciante que arregla celulares, a la pareja de tapiceros, a cada uno de los mozos y de los habitués. Nunca se sienta en el mismo lugar, pero todos los días hace ahí lo que más le gusta hacer: leer y conversar. Y leer y conversar sobre tres temas: política, historia y fútbol. El Varela parece funcionar como una forma de arraigo geográfico, de clase y generacional a la vez. Cerca del mediodía, regresa a su casa por el mismo camino. Un recorrido que solo cambia cuando se desvía para el videoclub.
Cada vez que paso por el Varela, abro la puerta y, desde la entrada, recorro las mesas con la mirada. Si no lo encuentro, levanto la vista hacia la barra y pregunto, a veces sin mediar palabra. Hoy no vino, dice finalmente alguien. Mi hijo ya aprendió el ritual. No se lo enseñé, pero tiene cuatro años y ya lo hace a su manera. Su entrada es un poco más enérgica y no pregunta a nadie: solo camina y busca.
Fuente: Panamá - Octubre 2025