Los tres febreros: crónica de un cerco

Bernabé Malacalza


“Expandir la OTAN sería el error más fatídico de la política estadounidense en toda la era posterior a la Guerra Fría. Se puede esperar que tal decisión estimule las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en la opinión rusa; tener un efecto adverso en el desarrollo de la democracia rusa; restaurar la atmósfera de la Guerra Fría en las relaciones Este-Oeste e impulsar la política exterior rusa en direcciones que decididamente no son de nuestro agrado.” El que escribe esta advertencia es George Kennan, en un artículo publicado por el New York Times en febrero de 1997.

Kennan, uno de los primeros expertos estadounidenses del Departamento de Estado entrenados en Moscú, señalaba que veía pocas posibilidades de resolver las diferencias con Rusia sino era sobre la base de un franco reconocimiento de las respectivas esferas de influencia. Los rusos pretendían dominar a su periferia cercana para poder amortiguar una eventual amenaza desde el Oeste. Desde Napoleón a Hitler, ésta había sido la principal preocupación de Moscú. Kennan sostenía que no había razón para sancionar al Kremlin por esta conducta. ¿Qué debería entonces hacer Washington? Lo que hacía falta era una actitud negociadora de quid pro quo, firme pero amistosa.  

Hay una frase memorable del primer Secretario General de la OTAN, el británico Lord Ismay, que define los propósitos de la organización en la Guerra Fría: “Mantener a los soviéticos afuera, a los estadounidenses adentro y a los alemanes abajo”. Las esferas de influencia estaban bien demarcadas: Estados Unidos y Occidente en la OTAN; la Unión Soviética junto a países de Europa oriental en el Pacto de Varsovia. Sin embargo, tras la caída del muro de Berlín, se producen dos cimbronazos que socavarían estos fundamentos: la unificación alemana y la disolución de la Unión Soviética. Con la disolución del Pacto de Varsovia, ¿cuál sería pues la raison d’etre de la OTAN? Todo indicaba que tendría que desaparecer.

Nada de eso sucedió. Y los subsiguientes “éxitos” de la OTAN fueron dejando las semillas de los problemas futuros. A partir de allí, hubo tres puntos de quiebre en la relación entre Rusia y la OTAN. El primero es febrero de 1990. Tras la desclasificación de archivos del Departamento de Estado en Washington, se supo que el Secretario de Estado de Bush padre, James Baker, anotó en un papel una promesa hecha a Mijaíl Gorbachov: “Alemania unificada anclada en una OTAN que no se expandiría hacia el Este”. ¿Por qué Rusia avaló entonces la unificación de Alemania? La ecuación era sencilla: Rusia prefería ver una Alemania unificada y vinculada a la OTAN, con garantías de que los límites de esta organización no se desplazarían ni un centímetro más hacia el Este antes que a una Alemania unificada fuera de la OTAN, independiente y sin presencia estadounidense. Sin embargo, fue un compromiso de palabra. Rusia se quedó sin pacto ni reciprocidad.

El segundo punto de quiebre es febrero de 1999. Desde el inicio de la Guerra de Kosovo, no se había podido llegar a un acuerdo para que se retiraran las fuerzas serbias y fueran reemplazadas por fuerzas de paz de las Naciones Unidas. La intención de la OTAN en la Conferencia de Rambouillet era clara: establecer una presencia militar en todo el territorio yugoslavo en la forma de protectorado. Rusia se opuso a esto con el argumento de que nunca aceptaría un acuerdo que estipulase la expansión del campo de operaciones de la OTAN. Tras el fracaso de la conferencia, el primer ministro ruso canceló a mitad de vuelo su visita a Washington. Poco después, el ex Secretario de Estado Henry Kissinger sentenciaría: “El texto de Rambouillet fue una provocación, una excusa para iniciar los bombardeos”.

La situación de que Kosovo, dentro del área de influencia rusa, se convirtiera en un protectorado de la OTAN sería apenas una parte de una operación más amplia de asedio sobre Moscú. Ese mismo año, la alianza atlántica iría mucho más allá: admitiría entre sus filas a tres ex países miembros del disuelto Pacto de Varsovia: República Checa, Hungría y Polonia. A su vez, otros países que habían pertenecido al antiguo bloque soviético se unirían en 2004: los estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), Bulgaria, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia. Durante los años subsiguientes, Rusia advirtió cuáles eran las líneas rojas de su “exterior cercano” con el respaldo a un régimen prorruso en la región disidente de Moldavia, Transnistria; la intervención en Georgia en apoyo de los gobiernos separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, dos provincias con gran población de habla rusa, en 2008; el arrebato de Crimea a Ucrania en 2014 y luego el apoyo a una insurgencia de separatistas prorrusos en el Donbass.

Llegamos así al tercer punto de quiebre. El 23 de febrero de 2022 —fecha en que los rusos conmemoran el Día del Defensor de la Patria con motivo del primer reclutamiento masivo del Ejército Rojo— Moscú decide la invasión militar más trascendente desde el fin de la Guerra Fría. Y se inicia meses después de que Volodimir Zelenski, el presidente de Ucrania, anunciara su intención de convertirse en nuevo miembro de la OTAN. No se trata de juzgar, sino de entender una racionalidad estratégica construida a lo largo de los años.

Tres febreros, tres inviernos rusos. En febrero de 1990, un joven oficial de la KGB que prestaba servicio en Alemania oriental regresaba a Moscú sumido en el resentimiento de que la Unión Soviética había perdido casi todos sus casilleros en Europa. En febrero de 1999, ese mismo hombre presenciaba como presidente la expansión de la OTAN en las puertas de Moscú. Ya en febrero de 2022, ese hombre es quien decide la invasión a Ucrania. Su nombre es Vladimir Putin.

- Bernabé Malacalza, Investigador del CONICET, Profesor de Universidad Nacional de Quilmes y Universidad Torcuato Di Tella.

 

Cenital - 26 de febrero de 2022

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