Más universidades por todos lados

Carlos R. Martínez

Además de pública, gratuita y cogobernada, la Universidad argentina también es inclusiva, (crecientemente) equitativa y muy eficiente

La Universidad enseña, la universidad permite ascender socialmente, la universidad es una escuela de ciudadanía, la universidad crea conocimiento, la universidad transforma el territorio y se transforma con él, la universidad es cultura y la universidad es salud.

Eso, así como que es pública, gratuita y cogobernada, lo sabe todo el mundo en Argentina, tanto quienes procuramos defenderla (porque somos parte de ella y porque es parte de nosotros), como quienes quieren destruirla (porque le temen, y bien que hacen).

Pero lo que no todo el mundo sabe, es que es la Universidad Pública argentina, eminentemente pública, es un modelo de inclusión (con cada vez más equidad y menos elitismo), pero, sobre todo, que la Universidad Pública argentina opera con niveles de eficiencia operativa y económica (manteniendo estándares muy altos de calidad) de un grado tal que muy pocas organizaciones han sido capaces de lograr y sostener.

Con más de 400 años de historia, a más de 100 de la reforma que estableció las bases de nuestras universidades y a 75 de la consagración de su total gratuidad, el sistema universitario público de nuestro país está compuesto por más de 70 instituciones, entre Institutos Universitarios (como los de las fuerzas de seguridad) y Universidades, en algunos casos provinciales, pero principalmente nacionales.

Así, la expansión del sistema ha sido tal, que ha permitido pasar de 10 universidades nacionales en 1970 a 29 en 1990, 47 en 2010 y 62 en 2024. En este dato se puede rastrear el primer mito que blanden los refractarios a la Universidad Pública.

Mito 1: “¿Qué es esto de Universidades por todos lados?” (Mauricio Macri, 30/10/2014)

Si se observa que en los 52 años que van de 1971 a 2023 la cantidad de Universidades Nacionales se incrementó en 52, desde la horrorizada mirada de quien odia los derechos porque atentan contra sus privilegios, se podría levantar el dedo para señalar, con precisión, que a lo largo de ese período se creó, prácticamente, una universidad nacional por año.

En cambio, si se analiza el número de universidades presentes en Argentina (privadas y públicas, nacionales y provinciales) en relación a la población, desde una perspectiva comparada a nivel internacional, es posible vencer el anatema del “exceso de universidades” “por todos lados” (esto es, donde “no tendría que haber”, porque “nunca hubo” y a “esa gente” “no le hacen falta”), para justipreciar que, en realidad, incluso siendo muy conservadores, son tantas las universidades que hay, como las que siguen faltando (“los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan” dice el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de 1918), tal como puede notarse al explorar el siguiente cuadro:

Cuadro 1. Cantidad de Habitantes por Universidad (pública o privada) por país en 2021.

Fuente: elaboración propia a partir de datos de Statista y el Banco Mundial.

El cuadro anterior permite apreciar que en Argentina por cada 350.000 habitantes hay una Universidad. Esa proporción es el doble que las que presentan Brasil y Colombia y el triple que la de México. Comparado con países de otras regiones, de una escala poblacional similar al nuestro, también es notorio que nos faltan (en vez de que nos sobran) universidades: tenemos el doble de habitantes por Universidad que España, dos veces y media la cantidad de Corea del Sur y Ucrania y tres veces y media la de Canadá y Polonia. Y respecto a distintas naciones con una rica tradición universitaria también tenemos un notable atraso, con una vez y media la cantidad de habitantes por universidad que presentan Gran Bretaña e Italia, el doble que Alemania, dos veces y media lo que Rusia, el triple que Japón y Francia y tres veces y media lo que Estados Unidos.

Si consideramos que, actualmente en nuestro sistema, cerca de la mitad de las Universidades son públicas y suponiendo que deseamos mantener dicha proporción, partiendo de la existencia de poco más de 60 Universidades Nacionales argentinas, correspondería, entonces, crear otras 30, 60, 90, 120 o 150 nuevas universidades públicas para alcanzar el nivel de los distintos países que se mencionaron en el cuadro y párrafo precedentes.

De todas formas, el debate sobre la cantidad de universidades resulta poco conducente, dado que, por la diversidad de diseños institucionales, que va desde la posibilidad de centros regionales universitarios (donde varias universidades ya existentes comparten una sede desde la que despliegan varias carreras para atender a una zona con insuficiencia de oferta académica) hasta Universidades con Facultades Regionales en todo el territorio (como la Universidad Tecnológica Nacional), la cantidad de instituciones es, en el práctica, mucho menos importante que su alcance efectivo, visible en el número de estudiantes.

En tal sentido, en comunión con otras marcas de identidad, como su gratuidad, carácter público y funcionamiento profundamente democrático, las Universidades estatales argentinas son particularmente inclusivas.

De esta manera, en los últimos cuarenta años la cantidad de estudiantes en instituciones universitarias de gestión estatal más que se sextuplicó en nuestro país, pasando de 318.000 en 1982 a 2.065.000 en 2022, según se aprecia en el siguiente gráfico:

Gráfico 1. Estudiantes de grado y pregrado en Instituciones Universitarias de Gestión Estatal 1982-2022.

Fuente: Elaboración propia de datos de la Subsecretaria de Políticas Universitarias del Ministerio de Capital Humano (SPU).

Así, en los doce años transcurridos del Censo 2010 al Censo 2022, la proporción de la población de Argentina que asiste a la Universidad creció un 67%, pasando de 1 de cada 32 habitantes del país (3,1%) en 2010 a 1 de cada 19 (5,3%) en 2022. Si se considera a la población de entre 18 y 24 años, se pasó de 1 de cada 7 (15%) en 2010 a 1 de cada 4 (23%) en 2022.

Para facilitar la comparación internacional, se puede considerar, a partir de datos de la Red Iberoamericana de Indicadores de Educación Superior (RedIndices), la tasa neta de matriculación (estudiantes de entre 18 y 24 años sobre la población total de esa edad) del nivel superior (universitario y terciario no universitario).

Dicha tasa era en Argentina, en 2021, un 25% más alta que la de España y Chile, más del doble que las de Colombia y México y casi el triple que la de Brasil.

Pero donde mejor se aprecia la creciente inclusividad de nuestro sistema universitario, es en la población de mayor edad, ya que, quienes tienen más de 30 años han prácticamente duplicado su acceso a estudios universitarios de grado y pregrado en el período intercensal, pasando del 1,2% de la población de dicha edad en 2010 al 2,3% en 2022. Como prueba de que la Universidad no es solamente un derecho de jóvenes, en 2022, en las universidades argentinas cursaban más de 23.000 personas mayores de 60 años, incluyendo a casi 5.000 que ya habían cumplido los 80.

Cabe recordar que nuestro sistema de educación superior (incluyendo a la educación terciaria no universitaria, de nivel provincial) es eminentemente público, dado que dicho sector concentraba, en 2021, un 78% de la matrícula total, en forma similar a España (75%), un poco más que México (65%), bastante por encima de Colombia (54%), triplicando el valor de Brasil (25%) y más que cuadriplicando el de Chile (17%).

Al ver dicha expansión de la matrícula universitaria, es claro que, salvo que haya aumentado en forma similar el número de quienes componen la élite en nuestro país (situación, que, a todas luces, no se condice con la evolución de la realidad nacional), ello conlleva una democratización del acceso a los estudios universitarios, incorporando sectores claramente excluidos, hasta entonces, de la posibilidad de poder proyectarse en la universidad.

Sin embargo, los prejuicios clasistas se muestran completamente inmunes a la realidad, como se aprecia en el segundo mito de quienes están en contra da la Universidad y de lo público:

Mito 2: “Nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad” (María Eugenia Vidal, 30/5/2018)

En este caso la verdad a medias en que se basa esta sentencia se relaciona con el carácter tradicionalmente elitista de la educación superior, que a la Universidad argentina le ha costado mucho tiempo, y un deliberado esfuerzo, superar desde las épocas en que las casas de altos estudios no llegaban a las dos cifras.

Se trata, entonces, de analizar si, todavía, los estudios universitarios son un derecho de pocos (lo que ya hemos rebatido) y de ricos, acorde a la población que accede, efectivamente, a ellos.

Para verificar tal hecho es útil distribuir a la población según los ingresos promedio por integrante del hogar, en cinco grupos con el mismo número de casos (quintiles) y considerar en qué medida se “apropian” (en tanto estudiantes) de los recursos que la sociedad destina al sistema universitario público (el gasto universitario) quienes integran el segmento más pobre respecto a los más afortunados.

Gráfico 2. Distribución del gasto público en educación superior por quintiles de ingreso per cápita del hogar, en porcentaje, en años seleccionados.

Elaboración propia en base a Mangas, Martín y Rovelli, Horacio (2017): El financiamiento de las Universidades Nacionales (Voces en el Fénix Nº 65, septiembre 2017) y Encuesta Permanente de Hogares.

La distancia entre quintiles extremos se redujo de 4,5 a 1 en 1992, a 1,9 a 1 en 2010, y a 1,4 a 1 en 2014, para llegar, en 2023, a un escenario donde los más pobres superan en número a los más ricos en las universidades públicas, si bien todavía siguen representando menos de un quinto de su matrícula total.

Entonces, la Universidad Pública Argentina creció en su alcance a la vez que mejoraba notablemente su inclusividad e incrementaba los niveles de equidad logrados, sin por ello disminuir la calidad (como todos los indicadores de producción científica, prestigio y posicionamiento de las universidades a nivel local, regional e internacional coinciden en señalar). Pero la pregunta que, naturalmente, puede surgir, es ¿a qué costo?

Ello da lugar al tercer mito, no en un sentido de afirmación completamente desprovista de veracidad, sino en tanto dato seleccionado (entre muchos otros relevantes) como central y como cimiento de un relato en contra de la Universidad como derecho humano universal:

Mito 3: “Se señala, con razón, los porcentajes de graduación del sistema universitario como indicador de ineficiencia” (Alejandro Álvarez hijo, Subsecretario de Políticas Universitarias, en el artículo “Como romper la inercia universitaria”, 2023)

Para discutir la eficiencia económica del sistema (es decir el nivel de producción en relación con los recursos utilizados) resulta fundamental discernir cual es el producto que la Universidad se propone brindar a la ciudadanía.

Al respecto, es claro que la función educativa es central, pero las Universidades son mucho más que ello, al sumar una proporción enorme de la investigación científica y tecnológica y de la innovación que se produce el en país, al desempeñar un rol crucial en la producción cultural nacional y al efectuar una contribución fundamental para transformar y mejorar el territorio, además de atender en forma directa la salud de muchísimas personas, mediante la red de hospitales universitarios.

Sin perder todo ello de vista, en el estricto plano de la formación de grado y pregrado, una variable (cuya realidad no objetamos, más sí su uso malintencionado para procurar el desprestigio de nuestras Universidades), que suele proponerse como el único fiel con el que medir la eficiencia del sistema, es la tasa de graduación, es decir, en qué medida, quienes cursan en la Universidad Pública efectivamente logran graduarse (considerando, muchas veces también, en qué plazos lo hacen).

Nadie desea ni trabaja más que nosotros, quienes conformamos la educación superior pública, para que cada persona que sueña con un título universitario, en base al esfuerzo (propio, familiar y de toda la sociedad que sostiene el sistema) pueda acceder a él. Pero no por ello despreciamos al proceso.

Hay muy diversos factores (entre los que nuestras falencias también se cuentan) por la que alguien empieza a estudiar, pero no llega a graduarse (o lo hace en un plazo que excede largamente el previsto a priori) que incluyen cuestiones y problemas personales, familiares, laborales y económicos, entre muchos otros.

Considerar a ello un fracaso sin más, propio y del sistema, es un insulto a la Universidad, que pasaría, así, a ser rebajada al status de una mera máquina expendedora de diplomas (que, de no ser gratuita, se pagarían en cómodas cuotas), negando su huella en la vida de las personas.

El título es muy importante en la vida de alguien, da lugar al orgullo (personal y familiar) de haber logrado un objetivo muy sacrificado y valioso, posibilita cursar posgrados, funciona como una credencial en el mercado laboral y, en muchas profesiones, resulta habilitante.

Pero la Universidad es mucho más que el título, es una experiencia vital transformadora, en la cual un ser humano, tras un trayecto universitario, en diversas dimensiones y grados, ha crecido, a partir de haber hecho suyos aprendizajes en una comunidad universitaria.

Sin dejar de lado esta postura, que es profundamente ideológica, en la acepción de concepción que da sentido a nuestro trabajo diario en tanto integrantes y protagonistas de la Universidad, hay también argumentos técnicos en contra de considerar “los porcentajes de graduación” como un buen indicador de eficiencia del sistema.

El más importante de ellos, es que, por ejemplo, tanto si se entiende como “porcentajes de graduación” a las relaciones entre el número de estudiantes existentes y el de personas que se gradúan en un año dado, como si se aplica a la proporción, de estudiantes de determinada cohorte o grupo de cohortes, que, tras cierto período de tiempo, efectivamente ha logrado graduarse, no se trata, en ningún caso, de un indicador de eficiencia.

Con precisión, la eficiencia se relaciona con el máximo aprovechamiento (en `términos de producto) de los insumos, mientras que la economicidad remite al menor costo posible de adquisición de dichos insumos. Sin perjuicio de ello, en el debate público, muchas veces ambos términos se fusionan en una idea de máxima producción lograda por cada peso gastado.

En el caso de “los porcentajes de graduación” no hay referencia alguna ni a insumos ni a gasto, sino que el foco esta puesto en la cantidad de personas que se gradúan respecto al número de graduados/as que se proyecta obtener (es decir el número total de estudiantes). Ello configura un indicador de eficacia, entendida como la capacidad de lograr las metas propuestas.

Por ello, en todo caso, “los porcentajes de graduación”, si son bajos, dan cuenta de un problema de eficacia (de sueños rotos), antes que de eficiencia (mal uso de los recursos, en este caso públicos), que, por supuesto, corresponde atender.

Pero es claro, que, dado que el sistema público argentino es menos selectivo que el de otros países (no hay exámenes de ingreso ni aranceles) y las carreras duran más, prevalece un enfoque de derechos y de calidad académica por sobre la idea de la eficacia en términos de graduación como objetivo central de la Universidad Pública Argentina.

Ahora sí, refiriendo a la concepción más ampliamente generalizada de eficiencia, como buen uso del financiamiento, resulta de interés dar cuenta de la evolución, en la última década, del presupuesto público universitario respecto al incremento en la cantidad de estudiantes de grado y pregrado (que fue del 43% de 2011 a 2021), según diversas fuentes:

Cuadro 2. Evolución del gasto público nacional en educación superior y del gasto público por estudiante de grado y pregrado en instituciones universitarias estatales argentinas, 2011-2021.

Fuente: elaboración propia en base a datos del Ministerio de Economía de la Nación (MECON), de la SPU, de la RedIndices y de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).

Si se compara con otras naciones iberoamericanas, el esfuerzo fiscal argentino en educación universitaria era, en 2019, en relación con el conjunto de la respectiva economía, reflejado en el producto bruto interno (PBI), un 9% menor al de España, 24% más bajo que el de Uruguay, 29% más chico que el de Brasil y 44% inferior al de Chile.

Pero, para medir la eficiencia no basta con tener en cuenta los recursos utilizados, sino que hace falta compararlos con las metas alcanzadas, en este caso de estudiantes que participan del proceso educativo.
Dada la disponibilidad de datos, en esta ocasión la referencia es a gasto público en educación superior (incluyendo educación terciaria no universitaria) destinado a establecimientos estatales (es decir, sin contar subsidios a universidades o institutos superiores privados), en dólares de paridad de poder adquisitivo (unidad de medida común que tiene en cuenta la diferencia de precios en dólares entre los distintos países), promedio por estudiante de dichas instituciones.

Gráfico 3. Gasto público en educación superior destinado a instituciones estatales por estudiante, en U$S de paridad de poder adquisitivo, 2013 y 2019, países seleccionados.

Fuente: elaboración propia en base a datos de la RedIndices.

Como puede apreciarse, no solamente el Estado argentino gastaba, en 2019, por estudiante en la educación superior pública, la mitad que Uruguay, un tercio que España, un cuarto que Brasil o un sexto que Chile, sino que además esa brecha creció de 2013 a 2019 (período en que el monto por estudiante subió entre un 17% y un 42% en los demás países a la vez que bajaba un 11% en Argentina), resultando coincidente con un aumento del 24% en la cantidad de estudiantes en nuestro país, que implicó incorporar a medio millón de personas a las universidades, institutos universitarios y terciarios públicos.

Esta muestra de aumento simultaneo de la inclusividad, universalidad y eficiencia del sistema habilita a plantear que, en realidad, las Universidades Nacionales operan en Argentina con exceso de eficiencia (de 2019 a 2021, según la misma fuente, el gasto público total de nuestro país en educación superior se redujo otro 2% a la vez que la cantidad de estudiantes se incrementaba un 14% y todo parece indicar que dicha tendencia ha continuado en 2021-2023) o, dicho de otra manera, con un creciente grado de desfinanciamiento, en relación con la escala de su estudiantado y la calidad de la educación desarrollada.

Si se tiene en cuenta, adicionalmente, que las Universidades Nacionales, llevan adelante el mantenimiento de su infraestructura (ciudades o campus universitarios, campos experimentales, edificios, hospitales, laboratorios, jardines de infantes, escuelas, entre otros), cuya superficie equivale a 800 kilómetros cuadrados, es decir cuatro veces el tamaño de la de la Ciudad de Buenos Aires, con un presupuesto congelado para 2024 de $75.200 millones, similar al monto que la Ciudad de Buenos Aires destina solamente al mantenimiento de las veredas y macetas, es posible agregar otro argumento de peso respecto a la notable eficiencia lograda por nuestras universidades en el uso de sus (magros) recursos.

Dado que la educación presenta una función de producción muy intensiva en el factor trabajo, podría plantearse, en una visión no desprovista de mala intención, que, la enorme “economicidad” generada por los muy bajos salarios en la educación superior argentina (respecto a muchas otras naciones iberoamericanas), en realidad, esconde (en un sentido más estricto), un importante nivel de ineficiencia, visible en la relación insumo-producto. Tal es la idea enarbolada en el cuarto mito de quienes ven a los derechos como un gasto, al trabajo como un “curro” y a la educación universitaria como un privilegio.

Mito 4: “Obviamente, muchos más cargos para nombrar” (Mauricio Macri, 30/10/2014)

Para conocer la evolución del grado de eficiencia productiva del sistema universitario público, correspondiente a nuestro país en los últimos años, resulta interesante analizar la relación existente entre el insumo crítico (los cargos docentes y la cuantía de personal no docente) y el producto (la cantidad de estudiantes).
Así, mientras que en el año 2013 el sistema contaba con un cargo docente cada 8 estudiantes y con alguien en tareas técnico-administrativas (no docente) cada 30, para 2021 esas relaciones habían pasado a un cargo docente cada 10 estudiantes y a una persona contratada como no docente cada 38 cursantes. Si en vez de cargos se mide en cantidad de docentes, pasamos de un/a docente cada 12 estudiantes en 2013 a 1 cada 14 en 2021.

Al considerar, para las otras naciones de Iberoamérica la proporción de docentes por estudiante para el conjunto de la educación superior pública (que además de universidades incluye instituciones no universitarias), la misma resultaba, en 2021, similar, en muchos países, a la que exhibía entonces el sistema universitario público argentino, con valores de 14 estudiantes por docente en México y Perú, 13 en Brasil y Chile, 12 en España y 11 en Costa Rica, Portugal y Puerto Rico.

Subsiste, sin embargo, un último bastón del argumento eficientista a demoler, relacionado con el cuestionamiento, directo, chovinista y xenófobo, a la composición del estudiantado, que se explícita en el quinto mito de quienes no han sabido, querido ni podido entender a la Universidad Pública Argentina, ni siquiera habiéndose doctorado en ella.

Mito 5: “Cincuenta y seis universidades públicas y tantas o más universidades privadas. Sin embargo, hoy esas universidades están vacías de alumnos, tenemos casi la mitad de la matrícula de alumnos extranjeros” (Patricia Bullrich, 30/6/2023)

Más allá de algunas imprecisiones comprensibles (como confundir universidades públicas con universidades nacionales, omitiendo la existencia de universidades provinciales o la existencia de una universidad nacional adicional al número señalado), un primer punto que no puede dejar de señalarse, pese a no referir directamente al argumento central, es la afirmación acerca de que las “universidades están vacías”, expresada en 2023. Ello contrasta notoriamente con el dato oficial de más de dos millones de estudiantes (solamente de grado y pregrado en instituciones universitarias públicas) de 2022, previamente explicitado en el presente trabajo. A menos que se haya producido una caída abrupta de la matrícula durante 2023, que ninguna fuente conocida indica, la expresión citada es completamente errónea.

Pero la mayor gravedad institucional, en particular por el correlato normativo (por ahora abortado) que ello ha conllevado, viene dada por la combinación de esa idea de universidades vacías con la de “casi la mitad de alumnos extranjeros”, no solamente porque puede dar lugar a interpretar que tal tipo de estudiantes “no cuentan”, deshumanizándoles en forma muy peligrosa y alineada con discursos de odio, sino porque, además, es completamente falsa.

Así, no solamente las Universidades no están vacías (quien se tome el trabajo de recorrerlas lo puede chequear muy fácilmente), sino que tampoco están “llenas” de extranjeros.

Al respecto, en 2022, según datos oficiales, de los más de 2,7 millones de estudiantes de nuestras instituciones universitarias “vacías”, solamente un 4,5% eran extranjeros/as, es decir una proporción que resultaba un 90% inferior a la cuantificada en el presente mito.

Vale recordar que, en su fallida forma original, el proyecto de la autodenominada “Ley de bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos” (aprobado en general por la Cámara de Diputados de la Nación, pero retirado durante su tratamiento en particular), preveía, por su Artículo 553 limitar el alcance de la gratuidad universitaria (ratificada en 2015 por la Ley de implementación efectiva de la responsabilidad del Estado en el nivel de educación superior), al garantizar la misma “para todo ciudadano argentino nativo o por opción y para todo extranjero que cuente con residencia permanente en el país”, permitiendo “establecer aranceles para los servicios de enseñanza de grado o de trayectos educativos” para quienes no detentasen tales condiciones de nacionalidad o residencia permanente.

Este ataque, por el momento conjurado, a la gratuidad de la Universidad Pública Argentina (obvio tras el brulote de falso nacionalismo, parafraseando al clásico poema, podría decirse que “primero vinieron por los extranjeros no residentes…”) tiene todavía menos asidero “fiscal” y por el “desperdicio de recursos utilizados en educar a extranjeros no residentes”, si se descompone el dato de estudiantes extranjeros (con un número muy elevado de residentes, va de suyo).

Así, en las instituciones universitarias privadas, en 2022, la proporción de extranjeros era de 5,5% del total de estudiantes (4,9% en grado y pregrado y 11,9% en posgrado) y en públicas 4,3% (3,9% en grado y pregrado y 9,2% en posgrado).

De esta forma, en los sectores donde las personas extranjeras ya vienen pagando (privado y de posgrados estatales) su peso en el estudiantado total es mayor que donde los estudios son gratuitos (pregrado y grado público) en que menos de 1 de cada 25 estudiantes no tienen la nacionalidad argentina.

De allí que pasar a cobrarles aranceles en las Universidades Públicas Argentinas sería demasiado caro para ellas, que estarían vendiendo su alma por recursos tan miserables que implicarían un impacto prácticamente nulo en sus presupuestos totales.

Ante tamaña ausencia de datos y hechos reales para sostener la conveniencia social de destruir una institución que funciona razonablemente bien y que viene manteniendo ese buen funcionamiento hace mucho tiempo, pese a las recurrentes crisis económicas, sociales y políticas que ha atravesado nuestro país, queda desnuda la bruta verdad de las doctrinas delirantes que se expresan en el sexto mito de los discursos de odio contra el sueño de crecer, aprender y vivir:

Mito 6: “Lamentablemente, en Argentina, la educación pública, porque toda es pública, puede ser de gestión privada o de gestión estatal, ha hecho muchísimo daño, lavando el cerebro de la gente” (Javier Milei, 26/3/2024).

Habiendo repasado ya los magníficos logros de la Universidad Pública Argentina, posibles por el cumplimiento de su carácter de estatal, gratuita y cogobernada, queda entonces por mencionar otros dos principios que articulan toda su producción docente, científica, tecnológica y cultural: el pluralismo y el pensamiento crítico.

El primero de ellos remite, directamente, no sólo al respeto por las múltiples miradas e ideas sobre la realidad, sino a la necesidad de combinar diversos puntos de vista para comprender mejor nuestra situación y poder mejorarla. Esto fue consagrado por la Reforma Universitaria de 1918, a través de la libertad de cátedra, que sostiene la libertad de enseñar e investigar sin censura o prejuicio, respetando así todas las corrientes del pensamiento y las tendencias de carácter científico y social. A su vez, la posibilidad de que existan múltiples cátedras de una misma materia otorga al estudiantado opciones diversas, en términos de profundidad de enfoques y marcos conceptuales, para elegir entre ellas. La Reforma también fomentó el irrenunciable compromiso con la realidad social.

En cuanto al pensamiento crítico, es un objetivo central del sistema universitario, ya que brinda elementos, progresivamente incorporados a lo largo del proceso educativo, para conocer, comprender y realizar introspección sobre marcos conceptuales y la realidad, mediante el análisis, la argumentación, la resolución de situaciones problemáticas y la evaluación. Quienes han pasado por la Universidad, aunque no hayan obtenido un título, llevan en sí esta valiosa herramienta que les permite acceder a la verdadera libertad, asistiéndoles al momento de enfrentar los desafíos que ofrece la vida y el mercado. El rol de las y los docentes, tan vapuleado por algunos, es crucial en este proceso.

Así el pluralismo, en conjunción con el pensamiento crítico, al llevarla a cuestionar la realidad y las visiones imperantes sobre ella, vuelve realmente peligrosa a la Universidad, así como a la educación, la ciencia y la cultura en general.

Lo que Leopoldo Marechal alguna vez definió como “la mirada mierdosa de los universitarios” es un factor crucial para quebrar y suprimir si se busca imponer una visión totalitaria acerca de la realidad económica y social, que devenga en la “necesidad” de adoptar las políticas que configuran “lo único que se puede hacer” (que, por supuesto, resulta en claro perjuicio de las condiciones de vida de la población trabajadora).

De allí, que la resistencia de la Universidad Pública Argentina, traducida en las actuales circunstancias a la dramática lucha por su mera supervivencia, se base, ahora más que nunca, en la concepción de la educación superior (que sintetizó la Conferencia Regional de Educación Superior de América Latina y el Caribe en 2008) como: “un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado”.

La Universidad Pública, entonces, no es un solamente un derecho de quienes van o han ido a la Universidad, sino de todas las personas que habitan nuestro país, la atención de cuyas necesidades, la resolución de sus problemas y el cumplimiento de sus derechos la Universidad siempre ha defendido.

Con rigurosidad científica, demostramos que las universidades nacionales funcionan con muy elevados estándares de universalidad, calidad, eficiencia, equidad e inclusión. Entonces, cabe preguntarse qué argumentos quedan en pie para sostener la necesidad de introducir un ajuste tal como el efectuado por Milei en los recursos que las sustentan, imposibilitándoles afrontar los gastos de funcionamiento del segundo semestre de 2024 y amputando, de noviembre de 2023 a marzo de 2024, el 40% del poder de compra del salario docente y no docente.

Por eso, como todos somos la Universidad (que existe para defendernos), toca que todos salgamos a la calle a defenderla.

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