Mauricio Macri en su ratonera. El fin de la utopía gradualista

José Natanson


Modelo de la transición posprogresista para otras centroderechas del continente, el gobierno de Mauricio Macri enfrenta una nueva crisis económica y fue en busca de un rescate del Fondo Monetario Internacional (FMI). Ante problemas que creía fáciles de resolver dejando atrás el «populismo» (alta inflación, falta de inversiones), reduce sus expectativas de recrear el apoyo popular y vislumbra un escenario más difícil en las elecciones presidenciales de 2019.

Primer presidente ni radical ni peronista democráticamente elegido de la historia argentina, Mauricio Macri fue también el primero en llegar al poder al frente de una fuerza explícitamente promercado que, sin proponer un antiestatismo fulminante, defendía las ventajas del libre juego de la oferta y la demanda, la desregulación y la apertura de la economía1. En un país dotado de una fuerte memoria igualitarista y una pulsión plebeya que sobrevivió represiones y dictaduras, y que en su momento construyó el Estado de Bienestar más amplio de América Latina, pasaron más de tres décadas desde la recuperación de la democracia antes de que un partido de estas características llegara a la Presidencia.

Desde su desembarco en el gobierno nacional en diciembre de 2015, la gestión de Cambiemos, la coalición entre Propuesta Republicana (pro), de Macri, y la más que centenaria Unión Cívica Radical (ucr), osciló entre la convicción y el pragmatismo, entre la voluntad del nuevo presidente y sus principales colaboradores de avanzar en un programa económico claramente neoliberal y la resistencia política, social y sindical: con el peronismo dividido, el principal freno fue el que impusieron las calles y los sindicatos. Así, los primeros dos años de gestión macrista estuvieron marcados por un ciclo de intensa movilización social: docentes, movimientos sociales, trabajadores estatales, científicos y mujeres, entre otros grupos, protagonizaron una serie de marchas multitudinarias. Los sindicatos también hicieron sentir su fuerza: con una tasa de sindicalización de 37%2, Argentina es uno de los pocos países de la región en el que las organizaciones gremiales disputan con el empresariado y el Estado la distribución del ingreso, lo que no logró evitar, aunque sí morigerar, la caída del poder de compra de los salarios y, sobre todo, frenar los intentos de flexibilización de las leyes laborales.

Decidido a hacer de la necesidad virtud, el gobierno definió como «gradualismo» esta tensión entre su vocación neoliberal y las restricciones que fue encontrando, tensión que se reflejó en la evolución de la política económica. Al comienzo, en efecto, Macri aplicó una serie de shocks: desmontó de un día para el otro el complicado sistema de control de cambio establecido por el kirchnerismo; avanzó en la desregulación de algunos sectores, sobre todo aquellos con los que tenía compromisos políticos (en telecomunicaciones, por ejemplo, adoptó una serie de medidas favorables a los intereses del Grupo Clarín); bajó o eliminó los impuestos a la exportación –las retenciones–, otro compromiso asumido durante la campaña; y avanzó en una veloz y muy costosa normalización del frente financiero mediante el pago de la totalidad de la deuda reclamada por los «fondos buitres». La política exterior, en tanto, giró a la búsqueda de una serie de acuerdos de libre comercio (se intentó avanzar sin éxito en un tratado entre el Mercosur y la Unión Europea), el acercamiento a las potencias occidentales y el deseo, aún pendiente, de ingresar en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde). Al mismo tiempo, mantuvo bajo control público el sistema jubilatorio estatizado durante el gobierno anterior y no avanzó en la reprivatización de las empresas nacionalizadas (Yacimientos Petrolíferos Fiscales y Aerolíneas Argentinas). Aunque recortó y fusionó programas y planes sociales, no concretó un recorte del gasto público al estilo de los años 90.

En los planes del gobierno, este conjunto de medidas liberalizantes permitiría normalizar una economía afectada por los controles, el déficit fiscal y la inflación, de modo tal de lograr un flujo de inversiones, en particular externas, que echaría a andar nuevamente la rueda del crecimiento y dejaría atrás el populismo. Hasta tanto esto sucediera, la transición se financiaría con deuda, que aumentó de manera vertiginosa, y mediante la atracción de capitales especulativos de corto plazo, seducidos por el carry trade y la liberalización total de la cuenta de capital.

El gradualismo fue posible gracias a la herencia económica del kirchnerismo. Aunque el segundo gobierno de Cristina Fernández estuvo marcado por el deterioro económico, hubo, en un contexto de caída de prácticamente todos los indicadores, dos que se mantuvieron en niveles razonables: empleo y deuda. Irónicamente, fue la vitalidad que conservaba el mercado laboral la que permitió que el impacto regresivo de las primeras decisiones económicas de Macri no derivara en una crisis social mayúscula, del mismo modo que los bajísimos niveles de deuda habilitaron el festival de bonos necesario para sostener la nueva gestión. El problema es que el plan no funcionó.

La inversión extranjera directa, en efecto, se mantuvo en los mismos niveles que en los últimos años del kirchnerismo, las exportaciones no despegaron y la fuga de divisas continuó. Puesto frente a la evidencia de este fracaso, el gobierno recalculó: discretamente, sin plantearlo de manera explícita, se propuso enfrentar las cruciales elecciones de octubre de 2017 apostando a una mejora del salario real, que el año anterior había perdido poder adquisitivo por la inflación generada por la devaluación, e incrementando los recursos para la obra pública. Esto fue posible porque, a diferencia de los partidos tradicionales de derecha en Argentina, integrados por economistas dogmáticos, el macrismo está liderado en su mayoría por empresarios y gerentes, que aunque sea por afán de lucro han acumulado cierta experiencia en el trato con el mundo real. Y como a veces hasta la economía argentina responde a las leyes más básicas, el resultado de este minigiro heterodoxo fue un modesto crecimiento del pib (2,9%)4, una leve recuperación de los salarios y una mejora de los indicadores sociales.

Estos módicos resultados económicos fueron suficientes para que Cambiemos revalidara su apoyo en las elecciones legislativas, en las que no solo se consolidó como la primera fuerza nacional, sino que arrasó en las principales ciudades del país y, especialmente, en la «zona núcleo». Sustentada en la economía de la soja, se trata de un entramado extenso que incluye desde los puertos de las multinacionales sobre el río Paraná y las grandes propiedades tradicionales hasta los nuevos pools de siembra y las empresas prestadoras de servicios agropecuarios. Lejos de la imagen tradicional de terratenientes y peones, el campo argentino es hoy tierra de ingenieros agrónomos, veterinarios, mecánicos de maquinaria agrícola, pilotos de aviones fumigadores. Esta nueva clase media semirrural fue construyendo, en particular en su confrontación con el kirchnerismo, un relato de sí misma como el actor más dinámico de la economía argentina, competitivo, hipertecnologizado e integrado a la globalización, y desprovisto además de reclamos de subsidios.

Apenas asumió el gobierno, el macrismo anunció la eliminación o disminución de las retenciones a la exportación de productos agropecuarios, lo que, combinado con la devaluación, mejoró enormemente la rentabilidad del campo. Por eso no fue sorprendente que en las elecciones arrasara en la «pampa sojera». Pero no solo allí. También, de manera más inesperada, consiguió derrotar al peronismo en provincias claves y obtener el triunfo simbólico de ganarle a Cristina Fernández en la decisiva provincia de Buenos Aires. Amplios sectores sociales cuya situación económica personal (su metro cuadrado, en la tecnojerga del marketing político) se había deteriorado decidieron, sin embargo, renovar su respaldo al oficialismo, que de este modo lograba «desenganchar» la situación material de un conjunto importante de argentinos de su comportamiento político-electoral. La atomización del peronismo, que se presentó dividido, y la polarización con Cristina Fernández, a cuya gestión el macrismo responsabilizaba por las dificultades económicas, explican el resultado. La sociedad había decidido esperar, estirar su paciencia.

Pero la economía es eso que pasa mientras los políticos ganan las elecciones. Cuatro meses después del triunfo del oficialismo, Argentina asistía incrédula a un nuevo capítulo de sus cíclicas crisis económicas.

El dictamen del «mercado»

Las inversiones esperadas nunca llegaron. Si durante los primeros dos años de gestión el argumento era que los inversores estaban aguardando que el gobierno se fortaleciera políticamente, demostrara su capacidad de imponerse en las elecciones legislativas y enterrara así el riesgo de un regreso del kirchnerismo, una vez producido el triunfo de 2017 la demanda de los «mercados» cambió: ahora había que producir una serie de reformas profundas que dejaran en claro la voluntad de cambio del gobierno. Así, el macrismo aprovechó la efervescencia poselectoral para impulsar una controvertida reforma previsional que cambiaba la fórmula de ajuste de los haberes jubilatorios y que, en los hechos, implicaba una merma de ingresos para los jubilados (y, por lo tanto, un ahorro fiscal). Sin embargo, a pesar del costo político que tuvo que pagar por la impopular decisión, esta tampoco fue suficiente.¿Qué estaba pasando entonces? Como señalamos, el plan del macrismo consistía en crear las condiciones para que, tras años de espanto populista, el regreso de la inversión privada permitiera relanzar el crecimiento. El déficit fiscal se reduciría poco a poco; el déficit externo se sostendría con inversiones financieras y deuda, que al comienzo aumentaría de manera significativa y luego iría reduciendo su peso relativo conforme la economía se expandiera. Pero la discreta utopía gradualista del macrismo partía de una lectura ingenua de los beneficios de la globalización. En efecto, el apoyo de las potencias occidentales, simbolizado en la impresionante visita de jefes de Estado durante el primer año de mandato de Macri, no se tradujo en inversiones productivas: una cosa es el apoyo político y otra la voluntad de los empresarios, que hablan otro idioma. La idea de una economía impulsada por la inversión no se verificó en la práctica. Del mismo modo, el salto exportador que supuestamente se produciría por las enormes ventajas otorgadas a los productores agrarios tampoco se comprobó: dada la naturaleza de la canasta de bienes y servicios que el país le vende al mundo, conformada básicamente por commodities, el volumen de ventas depende de la demanda externa, que se mantuvo estable, más que de los costos internos. La devaluación no llevó a un aumento del volumen de las exportaciones sino a una mejora de la rentabilidad de los exportadores.Las dificultades de la economía real desnudaron la vulnerabilidad financiera, que no había hecho más que agravarse mientras se financiaba una transición que nunca se completó. Como la economía casi no creció, el peso de la deuda sobre el pib aumentó de manera alarmante. Como las exportaciones no se dispararon, los dólares para pagar esa deuda no aparecieron. Y entonces, cuando las condiciones internacionales cambiaron, este cuadro, que hasta el momento había permanecido velado detrás de la cortina de dólares financieros provenientes del exterior, se hizo plenamente visible: a comienzos de 2018, la decisión de la Reserva Federal estadounidense de aumentar la tasa de interés frenó en seco la posibilidad de seguir tomando deuda en los mercados internacionales. Al mismo tiempo, el aumento del precio del petróleo agudizó el déficit de la balanza energética y la sequía que azotó a buena parte del país redujo los ingresos por exportaciones. Como tantas otras veces en la historia argentina, la crisis económica se disparaba por la falta de dólares.

Detengámonos un momento en este aspecto antes de pasar a la reacción del gobierno. Dada su estructura productiva, Argentina enfrenta de manera cíclica el problema de la escasez de divisas, la temida «restricción externa». Cuando la economía crece, las importaciones se expanden mucho más rápido que las exportaciones, lo que genera déficits crecientes de la balanza de pagos. Las características propias de una industrialización incompleta hacen que, a partir de cierto punto, las fábricas requieran bienes de equipo y capital importados. Al mismo tiempo, como el crecimiento económico suele estar acompañado por aumentos de salarios, la demanda social pasa de los bienes básicos (alimentos, vestido, etc.) a otros más sofisticados (autos, electrodomésticos), que al no fabricarse localmente profundizan la necesidad de dólares, a lo que se suman los viajes al exterior5. A estas necesidades hay que añadir el déficit de la balanza enérgica y los dólares para ahorro. Las exportaciones, generadas básicamente por la producción agropecuaria, se vuelven insuficientes para satisfacer la demanda de divisas. Frente a esta situación, los gobiernos suelen reaccionar mediante fuertes devaluaciones, que ayudan a reequilibrar el frente externo hasta que el ciclo comienza de nuevo.

Esta situación estaba presente al menos desde 2010. El kirchnerismo había intentado contenerla apelando a restricciones a la salida de capitales, límites a la compra de dólares y un severo control de importaciones. Desde el otro lado de la luna, el macrismo intentó resolverla mediante la atracción de dólares financieros y el endeudamiento, pero no atacó el problema de fondo del modelo de desarrollo. Finalmente, cuando el cambio de contexto internacional desnudó la fragilidad del diseño económico, el gobierno reaccionó erráticamente y sin coordinación: pasó de minimizar los efectos de la crisis en un primer momento a asustarse después. El dólar comenzó una trepada imparable. El Banco Central, que hasta el momento se había manejado con un poco creíble esquema de metas de inflación, anunció primero una flexibilización de esas metas y luego su eliminación total. Su presidente de entonces, Federico Sturzenegger, dijo que dejaría flotar el tipo de cambio y a los pocos días, mientras el precio del dólar seguía escalando, salió apresuradamente a vender reservas para intentar contenerlo, sin éxito. Aunque había prometido respetar la autonomía de la autoridad monetaria, Macri decidió, en medio de la crisis, desplazar a Sturzenegger, un economista dogmático de orientación monetarista, y reemplazarlo por el ministro de Finanzas, Luis Caputo, un trader acostumbrado a pulsar en los mercados.

La corrida –y la torpeza que exhibió el gobierno– reavivó viejos fantasmas. Aunque los vaivenes económicos están presentes en cualquier economía, Argentina ha ido consolidando a lo largo de su historia un patrón singularmente enloquecido, que se traduce en una crisis devastadora aproximadamente cada diez años, acompañada en general por una intensa conflictividad social y una ruptura política, como demuestran la crisis de la deuda de 1982 (que marcó el fin de la dictadura), la hiperinflación de 1989 (que determinó la renuncia de Raúl Alfonsín e incluyó una incautación de depósitos) y el estallido de 2001 (que también incluyó un «corralito» sobre las cuentas bancarias y puso fin al régimen de convertibilidad de la moneda).

Los motivos de este «ciclo de ilusión y desencanto»6 son difíciles de determinar, aunque parecen responder a problemas de la estructura económica (la restricción externa que deriva crónicamente en crisis del sector externo) ausentes en otros países que cuentan con recursos de exportación que les garantizan los dólares necesarios (el cobre en Chile, por ejemplo), o en sociedades con patrones de consumo menos «europeo», lo que también limita la necesidad de importaciones. En Argentina, además, esta base material se combina –y en buena medida explica– la dificultad histórica para consensuar un modelo de desarrollo: en contraste con el neoliberalismo chileno y el desarrollismo brasileño, el país vive una especie de disputa permanente entre quienes defienden un diseño liberal-aperturista y los que prefieren un esquema proteccionista y orientado al mercado interno. En todo caso, el resultado es que la sociedad argentina no registra las tensiones económicas, en particular las cambiarias, del mismo modo que otras sociedades. La dolarización de los ahorros y de sectores enteros de la economía –el sector inmobiliario y la construcción–, la agilidad de los actores económicos para aprovechar las oportunidades financieras, el cortoplacismo del mundo empresario y el sesgo inflacionario constituyen algunos de los rasgos más marcados de una sociedad siempre alerta, en la que el valor del dólar no es un precio más sino un termómetro de la crisis7.

Volvamos a la coyuntura. La devaluación parecía imparable: el dólar, que a comienzos de año se situaba en 18 pesos, llegaba a los 24 (el chiste que circulaba en aquellos días era que el gobierno había confundido el precio del dólar con la temperatura de 24 grados a la que, para fomentar el ahorro de energía, pedía limitar el aire acondicionado). Cerrados los grifos financieros, Macri tomó una decisión desesperada: inició la negociación para un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (fmi), a esa altura la única vía disponible para conseguir los dólares necesarios para engrosar las reservas y evitar un descontrol aún mayor. Luego de tres semanas de rápidas tratativas, el gobierno anunció la firma de un stand-by con el organismo que le garantizaba una serie de desembolsos escalonados por un total de 50.000 millones de dólares. Aunque lo quiso presentar como un triunfo, como una señal de la confianza de las principales potencias, la decisión fue leída por la sociedad, que mayoritariamente la rechazó8, como una muestra de inoperancia o claudicación –o las dos cosas a la vez–. Sucede que, tras una historia que incluye 26 acuerdos con el fmi, los argentinos saben que un préstamo del organismo no es un préstamo sino un programa de gobierno, que en este caso incluye una mayor reducción del déficit fiscal, del 2,5% previsto para 2019 antes del acuerdo al 1,3% negociado con el Fondo, lo que se traduce en recortes por unos 7.000 millones de dólares.

La difícil reelección

Al cierre de este artículo, el peso argentino se había devaluado 60% desde el inicio de la crisis, las reservas habían disminuido en 15.000 millones de dólares, el pronóstico de inflación anual pasó de 15% a 30% y el crecimiento esperado para este año se situaría por debajo de 1%. Desde el punto de vista político, el gobierno macrista, que supuestamente había llegado para reordenar una economía descalabrada, se revelaba, si no totalmente impotente, sí desorientado: el gradualismo que supuestamente permitiría ir normalizando las variables fue reemplazado por el desafío de apurar el ajuste comprometido con el fmi sin erosionar todavía más la coalición de apoyos.

Como casi la mitad del gasto del Estado nacional está indexado por ley (jubilaciones y programas sociales) y resulta por lo tanto difícil de ajustar, y como el recorte de los subsidios a las tarifas de los servicios públicos, otro componente importante del presupuesto, también choca contra el límite de la tolerancia social, avanzar con la reducción del déficit implica alimentar el conflicto. Curiosamente, fue en el campo, última reserva de legitimidad del macrismo, donde esta tensión se reflejó de manera más nítida. En efecto, la formidable devaluación experimentada en los últimos tres meses redundó en un aumento instantáneo de la rentabilidad de los exportadores agropecuarios, que de un día para el otro vieron cómo sus ganancias en pesos aumentaban 60% (frente a un aumento de sus costos mucho menor). En este marco, una reposición de las retenciones, incluso por un porcentaje menor al vigente durante el kirchnerismo, permitiría sobrecumplir las metas negociadas con el fmi y hasta dejaría un margen para pensar en alguna política expansiva. Fueron de hecho las mismas autoridades del organismo internacional quienes lo sugirieron. Sin embargo, luego de una serie de versiones, desmentidas y reclamos, el mismo Macri descartó la idea.

El gobierno se encuentra políticamente inmovilizado en la ratonera que él mismo se construyó. La necesidad de cumplir con las metas de déficit lo obliga a explorar recortes que generan rechazos sociales y políticos, en un tanteo cotidiano exasperante (y políticamente muy desgastante): los empleados públicos, los Estados provinciales, las universidades nacionales, los fondos para cultura y ciencia constituyen algunas de las áreas afectadas. Solo sobreviven los planes sociales, porque en este punto el macrismo aprendió de la experiencia de los años 90: sin el entramado de protección social construido por el kirchnerismo y prolongado durante estos años, el gobierno corre el riesgo de un estallido que amenace la paz social y la gobernabilidad política. Como señalamos en otra oportunidad9, la conciencia acerca de la necesidad de garantizar un piso mínimo de supervivencia para los amplios sectores sumergidos constituye uno de los rasgos característicos de la «nueva derecha» macrista.

El macrismo se acerca a las elecciones del año que viene, en las que el presidente se jugará su reelección, en una situación de debilidad mayor a la que se preveía unos meses atrás. Aunque nada está definido, en buena medida porque el peronismo continúa dividido, el gobierno tiene por delante el difícil desafío de reestabilizar la economía, superar los meses de recesión y deterioro social que se aproximan y llegar a mediados de 2019 con la posibilidad de mostrar algún signo de recuperación, aunque sea mínimo. Autoproclamado como un líder racional, pragmático y desideologizado, Macri no ofreció nunca grandes cambios, apenas una promesa de normalización gradual. Incluso la decisión de habilitar el tratamiento legislativo de la legalización del aborto, que todos los presidentes anteriores, incluyendo a Néstor Kirchner y a Cristina Fernández, habían bloqueado, fue presentada de manera discreta, casi vergonzante: Macri anunció en su discurso de apertura de sesiones que vería con agrado que el Congreso encarara el tema, pero al mismo tiempo aclaró que él personalmente estaba en contra, mientras sus ministros exhibían posiciones encontradas y el bloque oficialista terminaba votando dividido. Al final, liderando sin liderar, el presidente se privó de aprovechar la corriente liberal que, junto con un conservadurismo por momentos medieval, anida en su partido, y de la posibilidad de capitalizar una decisión histórica.

Mientras el discurso de regeneración republicana y la crítica a la corrupción van perdiendo efectividad, el gobierno reduce sus expectativas de recrear el apoyo popular. Deliberadamente ajeno a cualquier epopeya, cultor de una épica antiépica, el macrismo construyó la propuesta de un presidente menos presente, una vuelta a lo privado a partir de una economía sana y en crecimiento que operaría como la base a partir de la cual los individuos y las empresas podrían, por fin liberados de los pesados controles populistas, desplegar sus energías. Fue el precio del dólar, como tantas veces en Argentina, el que puso en crisis estos planes.

  • 1.Gabriel Vommaro: La larga marcha de Cambiemos. La construcción silenciosa de un proyecto de poder, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2017.
  • 2.Antonio Mangione: «Sindicalización e igualdad» en Contexto, 12/6/2016.
  • 4.Martín Kanenguiser: «La economía creció 2,9% en 2017, según las estimaciones del Gobierno» en La Nación, 18/1/2018.
  • 5.V. una explicación global de la debilidad del programa económico en Claudio Scaletta: La recaída neoliberal. La insustentabilidad de la economía macrista, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2017.
  • 6.Pablo Gerchunoff y Lucas Llach: El ciclo de la ilusión y el desencanto, Paidós, Buenos Aires, 2018.
  • 7.Alejandro Grimson: «La cultura de la crisis» en Le Monde diplomatique edición Cono Sur No 228, 6/2018.
  • 8.«Encuesta revela fuerte rechazo a la decisión de volver al Fondo Monetario» en Economis, 10/5/2018.
  • 9.Ver J. Natanson: ¿Por qué? La rápida agonía de la Argentina kirchnerista y la brutal eficacia de una nueva derecha, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2018.

 

Revista Nueva Sociedad Nº 276 - Septiembre/Octubre de 2018

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