Rumbo al iceberg
Milei lo expresó con toda claridad: la inflación es un fenómeno exclusivamente monetario. Y como remataría el vocero Adorni: fin. Lo cierto es que todo ese mantra monetarista, confrontado con la realidad de la evolución de los precios locales, empezó a hacer agua.
No sería éste un problema en un gobierno acostumbrado a afirmar absolutamente cualquier cosa, sin vínculo alguno con la verdad. Lo que amenaza con hacer agua es el esquema básico de metas de política económica del gobierno: déficit público cero, inflación cero y eventual dolarización, para remachar todo el esquema precedente.
La dolarización impediría que el gobierno pudiera emitir moneda, con lo cual sólo podría ampliar sus recursos aumentando efectivamente la recaudación impositiva –lo que libertarios y macristas rechazan– o endeudarse localmente o con el exterior, actividad que les agrada bastante, como muestra la historia reciente.
La dolarización, sin embargo, no garantiza inflación cero. Como la inflación no tiene sólo causas monetarias, un shock externo –por ejemplo la suba de los precios internacionales de alimentos o combustibles– puede provocar inflación en dólares.
Pero en nuestro caso ni hace falta un shock externo. En la Argentina hemos sido capaces de tener inflación en dólares, y de hecho es hoy lo que está ocurriendo y lo que explica una insólita carestía de bienes, no sólo en relación con los salarios en baja sino también en comparación con precios de similares productos en el primer mundo. Eso ocurre hoy, y hay que explicar por qué.
Caputo y Cavallo muestran la verdad
La confesión indirecta de que la explicación mono-causal de la inflación es una tontería para estafar incautos provino de dos figuras insospechables de heterodoxia alguna: Luis Caputo y Domingo Cavallo. Vale la pena ver, una vez que se deja de repetir la monserga liberal para adoctrinamiento masivo, a qué factor real atribuyen la inflación.
El ministro de Economía sostuvo en las últimas semanas reuniones con empresas de consumo masivo y alimentos, y con supermercados. Estos encuentros se dieron en el contexto de alarmantes noticias provenientes de los supermercados, que avisaron que les llegan aumentos de productos de primera necesidad con saltos de hasta un 20%.
Parece que las grandes empresas de rubros claves no conocen la teoría cuantitativa del dinero adorada por los liberales, y a pesar del apretón monetario continúan una escalada inflacionaria propia.
Las autoridades económicas decidieron –ellas también olvidándose de las biblias monetaristas– primero reclamar colaboración a los formadores de precios (¿por qué deberían hacerlo?) y luego, como si no tuvieran fe en la disposición colaborativa de los empresarios, avanzar directamente en la apertura de importaciones de alimentos, bebidas y productos de limpieza, cuidado e higiene personal y medicamentos, además de la rebaja de ciertos impuestos a esos productos importados, y de facilitar a los importadores el acceso a divisas para agilizar esas transacciones.
“Mientras los productores nacionales deben pagar en cuatro cuotas mensuales y con impuesto PAIS los insumos necesarios para la fabricación, los importadores de bienes terminados estarán exentos de impuestos y tendrán acceso total a las divisas necesarias en un solo pago a 30 días”, se quejó algún empresario local, que probablemente votó a Milei o no hizo nada para impedirlo.
Los efectos son inciertos, porque hasta que pueda notarse el ingreso masivo de mercadería importada pasa un tiempo. La experiencia en la convertibilidad fue que el Estado bajaba aranceles –privándose de ingresos tributarios– pero los bienes del exterior no bajaban de precio, sino que los importadores se embolsaban lo que el Estado dejaba de recaudar, siendo esas medidas de apertura indiferentes para el bienestar de los consumidores.
Por otra parte, el Banco Central no está precisamente inundado de dólares como para seguir quemando divisas en productos que somos capaces de producir en nuestro país.
Pero lo que es claro es que apareció un diagnóstico –no dicho– de que hay abuso de posiciones dominantes en el mercado por parte de los grandes productores locales, y que la forma de ponerles un límite sería hacerlos competir contra empresas aún mayores provenientes del mercado mundial.
Hay una admisión implícita –como ya pasó con Martínez de Hoz y con Erman González– de que cada vez que se “liberan los precios” para que lleguen a un punto de “equilibrio natural” se produce una estampida desordenada, completamente dañina para los consumidores y también para la propia competitividad externa de las firmas. Es un sinsentido acudir a la responsabilidad empresaria porque su lógica individual es la pura maximización de ganancias. De los problemas colectivos se debe ocupar el Estado, que en la actual gestión está siendo destruido conscientemente.
No es el momento para explayarnos en este punto, pero la otra alternativa, que sería una regulación estatal efectiva y eficiente, no puede ser pensada ni en el marco del pensamiento neoliberal, ni con un Estado despojado de poder político y de recursos humanos y materiales para implementar las políticas públicas.
Según el diario La Nación, “el objetivo del ministro de Economía es bajar las expectativas de un dólar a 1.300 o 1.500 pesos, con las que se formaron aumentos de precios luego de la devaluación y el sinceramiento (…) Caputo ya les había dicho a los fabricantes que lo lógico era un dólar a 900 pesos, que se ubica en una convergencia entre los ‘libres’ y el oficial”.
La Nación, no sabemos si consciente de la herejía que sugiere, menciona que los precios los están poniendo las grandes empresas en base a expectativas. No en base a costos más una ganancia razonable, ni en base a lo que la demanda pueda aguantar pagar. Y que las expectativas que tenían los grandes empresarios eran que el dólar, algún dólar entre los que pueden elegir, se iría a 1.300 o 1.500 pesos. ¿Pero la competencia, el mercado, las curvas que se cruzan, la eficiencia, la mano invisible, dónde quedaron? ¿Por qué no le creen al Messi de las Finanzas que el dólar va a estar a 900 y que no va a haber una nueva devaluación?
Y remata La Nación: “En el quinto piso del Palacio de Hacienda creen que algunos precios en los supermercados ‘son ridículos’ para la situación actual”.
Escena repetida a lo largo de la historia nacional desde los ‘70: viene un gobierno que deroga la Ley de Abastecimiento, la Ley de Góndolas, y elimina por completo todo control de precios –todas medidas a favor de las grandes empresas, para que hagan lo que quieran– y se encuentra con que los beneficiarios protagonizan un episodio de cuatrerismo inmisericorde con los bolsillos de la población.
Convengamos que el tema social no le preocupa demasiado al gobierno, pero sí lo inquieta la desestabilización de su esquema macroeconómico, que no se produce a manos de la CGT y las organizaciones sociales, sino del propio sector social al que viene a servir con todas sus disposiciones.
Fue también Domingo Cavallo quien volvió sobre el tema de cómo forman precios las empresas grandes. El ex ministro de Economía, uno de los héroes del actual Presidente, criticó a las empresas por aplicar “aumentos exagerados de precios” y recordó que la liberación completa que hizo este gobierno “es algo que siempre quiso el sector privado”, pero matizó: “No puede ser que las empresas aprovechen eso para pegar un saque a los precios exagerado”.
Es especialmente importante tomar nota de este párrafo del ex súper ministro de la convertibilidad: “En muchos casos las empresas dijeron ‘bueno, el dólar no está en 880, está en 1.200 o 1.300’ y aumentaron los precios en ese nivel del precio del dólar”. Idéntico diagnóstico al de Caputo: forman precios en base a sus suposiciones sobre el dólar futuro. ¿La economía de mercado? Bien, gracias. Pueden hacer esto porque no son pequeños actores económicos, no son pymes. El lujo de inventar escenarios futuros y conducirse en base a esos imaginarios independientemente de la demanda no se lo puede dar cualquiera.
Cavallo reclamó mayor colaboración empresarial para que la economía marche bien y el Estado no intervenga. Se desprende de sus dichos que son los empresarios, con sus comportamientos desbordados, los que terminan provocando y haciendo necesaria la intervención estatal. “Los fijadores de precios, de naftas, alimentos, medicamentos, tienen que colaborar para que el gobierno pueda bajar la inflación sin provocar tanta recesión”, señaló, ilustrando otro problema que traen las prácticas monopólicas: generan una recesión mayor a la que podría ocurrir con subas más moderadas, dado que generan un brutal derrumbe de los ingresos reales de la población.
Ocurre que en marzo, además de estos empujones inflacionarios que provienen del mercado, habrá saltos tarifarios tan insólitos como los precios que asombran al propio Ministerio de Economía. Esos saltos en energía, gas o transporte marcarán otro movimiento ascendente de precios, hundiendo más el salario y profundizando la recesión.
Quizás Cavallo esté especulando –correctamente– que una recesión exagerada puede traer nuevas dificultades fiscales al gobierno, al arrastrar la recaudación hacia abajo y por lo tanto dañar la ya muy comprometida meta del déficit cero.
Contradicciones del thatcherismo empresario
Los cortocircuitos de la acción de la elite empresaria con las metas de su gobierno, que pueden observarse en materia de fijación de precios, también alcanzan a la viabilidad de sus empresas.
La mayoría de los empresarios quieren un Estado débil, sin fuerza, sin capacidad de intervención y mucho menos poder de policía. Casi lo lograron bajo el albertismo, al punto de que Sergio Massa pareció advertir que algún mínimo grado de disciplina ante la anomia empresarial debía introducir si se proponía gobernar en serio.
Salvo los que se dedican exclusivamente a las actividades exportadoras, todos necesitarían en este momento que aumente la demanda de sus productos; que los consumidores recuperen algún grado de poder adquisitivo, destruido por el saqueo salvaje de los meses mileístas. Necesitarían algún mecanismo que hiciera subir los ingresos de quienes les compran. Pero la realidad es que la mayoría baja los salarios en términos reales, y algunos además empiezan a perseguir a la militancia sindical, como está ocurriendo con la patronal televisiva y el sindicato SATSAID.
A muchos les parece genial destruir los sindicatos, que caigan los salarios y reducir ese costo al mínimo. Pero al rato advierten que el hundimiento del mercado interno, el derrumbe de las ventas y la ausencia de consumidores guardan alguna relación con ese escenario thatcherista que tanto reclaman.
Es decir: tenemos una cúpula empresaria que aborrece a los sindicatos y al Estado, rechaza las regulaciones laborales protectivas –que sirven además para que se fortalezca la demanda interna– y no aceptan ninguna regulación de precios. Pero la consecuencia inevitable de tal ideología, plasmada transparentemente en el actual gobierno, es que se quedan sin mercado interno y se vuelven tan caros en dólares que serán fácil presa de las multinacionales que quieran competirles.
Ignoran que precisamente para evitar las incoherencias de las lógicas empresariales individuales existe el Estado capitalista. Para poner un piso de ingresos sociales para que la demanda pueda absorber la producción, poner algún límite a las súper-ganancias para que puedan sobrevivir ramas enteras de la actividad industrial y puedan sostenerse frente a la competencia mundial.
Alguien podría preguntarse: ¿ignoran estas cuestiones? Nunca hay que menospreciar el poder de la ideología, la pobreza de los circuitos intelectuales cerrados del mundo de los ricos, y la soberbia que puede generar un poder que reconoce cada vez menos limitaciones.
Es tal el deseo de adueñarse de los negocios contenidos en el DNU original, que a la cúpula empresarial no les importa nada y toleran del gobierno cualquier barbarie. A los sectores dominantes que siguen apoyando y sosteniendo este experimento con la sociedad argentina no les importa absolutamente nada más que sus negocios de largo plazo, los que perciben como si estuvieran al alcance de la mano. Esto se observa por el estruendoso silencio en cuanto a realidades políticas e institucionales que en otros contextos políticos les hubieran parecido aberrantes y escandalizantes.
No les importa que el DNU sea abiertamente inconstitucional, no les importa el sufrimiento masivo de la población producto del ajuste bestial, no les importa la incompetencia grotesca de los funcionarios, ni las características psicopatológicas del núcleo que conduce el Estado, ni la imagen internacional del país, ni estar destruyendo una inserción internacional promisoria. Hasta parecen desinteresados de que el Estado nacional y los provinciales funcionen o dejen de funcionar… Se trata de una inmoralidad premium.
Pujas políticas y distributivas
La derrota parcial del DNU en el Senado es un capítulo más de una saga de tironeo por la renta nacional, en la que van primereando sectores dominantes, combinada con múltiples resistencias sectoriales y territoriales que intentan frenar la embestida y preservar algún lugar bajo el sol.
El choque contra las provincias es el efecto de la agresión económica social realizada desde el Poder Ejecutivo a través de todas las medidas que viene tomando en aras del “déficit cero”, que las privó de una serie de recursos muy significativos, sin proponerles en principio nada a cambio. Luego, en el oficialismo decidieron pasar de un enfoque salvaje de las relaciones institucionales a uno semi-salvaje, y propusieron a los gobernadores una compensación parcial de los ingresos perdidos, que además los hace cómplices de la muy impopular restitución del Impuesto a las Ganancias a los salarios altos.
¿Se hubiera podido hacer un pacto con las provincias sin estas agresiones económicas intolerables? Sí.
Muchos gobernadores de Juntos por el Cambio y algunos peronistas e independientes están dispuestos a aceptar algún tipo de acuerdo, avalando muchas de las propuestas contenidas en el DNU.
¿Por qué no se hizo? Porque entonces no se podía llegar al déficit cero en enero –o al menos dibujarlo–, “logro” que se basó casi exclusivamente en fuertes recortes presupuestarios a todo el mundo, y muy poco en conseguir nuevos ingresos de fondos frescos a las arcas públicas. Todo se hizo asumiendo como sagrado el veto a diseñar impuestos para los sectores de altos ingresos.
La “meta irrenunciable” del déficit cero es lo que rigidizó todas las negociaciones. En el fondo está la idea de reproducir en forma meteórica el sendero de políticas que llevaron hacia la convertibilidad (recordemos que en el menemismo llevó 21 meses preparar la condiciones para que se pudiera lanzar la Ley de Convertibilidad en abril de 1991). Ese proceso fue conducido por mucha gente que tenía un gran conocimiento de la sociedad y la política argentina. Cualquier parecido con la realidad actual es ilusión óptica.
El quiebre entre el Presidente y la Vice es otro capítulo grotesco de un gobierno que surge de un grupo de aventureros que sorpresivamente recibieron el aval electoral que se le negó a los partidos que protagonizaron los últimos gobiernos.
De persistir y extenderse esta pelea, no cabe duda que el “clima de negocios” –en el cual cuenta la leyenda que se realizan las inversiones que nos harán prósperos a todos– se demorará aún más en aparecer.
Debemos recordar que en el marco conceptual de este gobierno, el crecimiento no será impulsado por el Estado, ni por el sector privado local –al que se le está destruyendo el mercado interno– sino por la inversión externa (con socios locales) en ciertos nichos de rentabilidad asegurada por la coyuntura del mercado mundial. Es decir que para el mileísmo la única salida reactivante es una improbable inversión extranjera que vendría en el mediano plazo. Si no, estancamiento en la pobreza para rato.
Salvo que estén mal asesorados, los inversores internacionales no pueden confiar en un gobierno de estas características para invertir en forma permanente. Les hace falta otra configuración política más seria, estable y previsible.
Lo notable es que la sociedad argentina –más allá de sus preferencias políticas– tampoco puede aguantar a un gobierno de estas características si todavía tiene deseos de vivir en paz y tener un horizonte de progreso.
El Cohete a la Luna - 17 de marzo de 2024