No se permiten capitalistas en la Luna

Luke Savage


La exploración espacial privada se presenta como un proyecto audaz y futurista. Pero, como diría Mark Fisher, al extender el realismo capitalista al espacio exterior, se están atrofiando nuestras propias ideas sobre el futuro.

En sus mejores momentos, el pensamiento futurista representa un florecimiento de la imaginación humana. Envalentonados por la invención de nuevas tecnologías, los artistas de principios del siglo XX imaginaron un mundo libre del trabajo cotidiano, en el que el trabajo de las máquinas permitiría a la gente común tener una vida más plena y feliz, sin la pobreza y el tedio asociados a la industrialización. Esta visión puede haber reflejado una especie de tecno-utopismo naif, pero también fue una expresión genuina del pensamiento progresista en un mundo de creciente militancia obrera y democrática.

Hoy en día, lo que pasa por optimismo futurista es más bien un signo de parálisis civilizacional y estancamiento económico: la carrera espacial multimillonaria, cada vez más absurda, nos ofrece una visión utópica falsa en forma de vuelos privados que destruyen el clima y de fanfiction distópica sobre colonias marcianas. A diferencia de anteriores iteraciones del futurismo, la versión actual plutócrata sustituye el sueño de la trascendencia de las desigualdades terrestres por su extensión al sistema solar, imaginando un siglo de exploración espacial llevada a cabo por un pequeño puñado de las personas más ricas del mundo. Esto tiene sentido en la medida en que refleja tanto la lógica imperante de una economía global decadente y sobrecargada como un orden político incapaz de dar cabida a alternativas reales al statu quo. Cuando un sistema parece agotado pero reformarlo también parece imposible, la única opción que queda es ampliarlo hacia el más allá y esperar que dé un mejor resultado.

Algo así es al menos la premisa implícita de un nuevo informe del neoliberal Instituto Adam Smith titulado «Space Invaders: Los derechos de propiedad en la Luna», que presenta un argumento lockeano a favor de la propiedad de la tierra fuera del planeta.

Hay que reconocer que la investigadora responsable Rebecca Lowe plantea una argumento bastante riguroso y filosóficamente coherente, al menos en los términos del propio pensamiento liberal clásico. Observando que los marcos anteriores, más universalistas, para la exploración del espacio parecen menos viables hoy que en los años 50 o 60, Lowe procede a considerar un enfoque que no tiene una base nacional o global y que, en cambio, considera al espacio como el lugar donde los individuos van a «alcanzar derechos de propiedad moralmente justificados».

Por cierto, tiene razón en una cosa: cualquier visión que se parezca a la idea igualitaria del espacio representada en el imaginario popular por algo como Star Trek parece muy distante de nuestro mundo de competencia transnacional y de Estados nacionales sin poder. También tiene razón al reconocer que la codificación de las normas y regulaciones que rodean la colonización interestelar son necesariamente complejas y también que los debates sobre ellas reflejarán inevitablemente disputas no resueltas sobre el diseño de las sociedades humanas existentes.

Al más puro estilo libertario, el argumento de los derechos de propiedad se afirma como axiomático y se presenta como fundamentalmente igualitario en espíritu. «Los derechos de propiedad morales», escribe Lowe, «son derechos que simplemente reflejan verdades sobre la moralidad y que no dependen del derecho positivo». Mientras que las naciones democráticas, argumenta, pueden estar en posición de «repartir equitativamente entre sus ciudadanos las oportunidades de la apropiación nacional del espacio», la existencia de sociedades autoritarias significa que algunos no podrán cosechar la recompensa fuera del mundo:

En este tipo de enfoques [nacionales], por ejemplo, si el país democrático A pudiera apropiarse de una cierta cantidad de terreno espacial, entonces partes divisibles de esta cantidad podrían, por ejemplo, ser repartidas entre los ciudadanos competidores, en condiciones justas. Pero no se podría esperar lo mismo de los regímenes autoritarios. Existe un argumento igualitario, por tanto, según el cual la opresión arbitraria de oportunidades a la que ya se enfrentan algunos individuos por el simple hecho de nacer o habitar en determinados países no debería afianzarse aún más con un enfoque centrado en la nación para la administración de las oportunidades espaciales.

Desde el punto de vista ético, no es un mal argumento. Tener compromisos igualitarios básicos, después de todo, implica no querer que la gente esté en desventaja por las circunstancias de su nacimiento o sujeta a lo que Lowe llama «la opresión arbitraria», de oportunidad o de otro tipo. La ironía es que las sociedades de mercado tienen esa opresión incorporada por diseño, y que los apologistas modernos de la desigualdad invocan regularmente los derechos de propiedad como la justificación preeminente para no eliminarla. Según esta línea de pensamiento, los mercados que funcionan correctamente ofrecen a todos y todas las mismas oportunidades de poseer y competir.

El problema, por supuesto, es que no hacen nada de eso. Las sociedades de mercado son, por definición, también sociedades de clases en las que un grupo comparativamente pequeño es propietario y un grupo mucho mayor debe ganarse la subsistencia mediante el trabajo asalariado. Este último grupo produce, mientras que el primero extrae rentas y se queda con la plusvalía. En lugar de medidas radicales como la abolición completa de la riqueza heredada de una generación a otra, la «igualdad de oportunidades» es un espejismo total y los mercados inevitablemente producen relaciones sociales definidas por una dominación estructural.

Obviamente, esto tiene profundas implicaciones por sí mismo. Pero también es relevante si consideramos marcos hipotéticos para el uso futuro del espacio. Lo que actualmente se llama «exploración espacial privada», después con todo, es en la práctica el dominio de unos pocos multimillonarios, y no hay ninguna razón particular para pensar que eso cambiaría con la extensión de los derechos de propiedad a la Luna.

Dejando a un lado la cuestión de si la colonización lunar será alguna vez viable o comercialmente rentable, las asimetrías inherentes al capitalismo global significan que cualquier versión realista del mismo simplemente proyectará la desigualdad estructural hacia los cielos: unos pocos entre los que ya son ricos poseerán y se beneficiarán, mientras que otros trabajarán e intentarán subsistir (una pista a respecto la ofreció nada menos que Elon Musk cuando le preguntaron por los altos costes del transporte a Marte. ¿Su respuesta? Que aquellos que no pudieran pagar el precio del viaje podrían pedir préstamos y pagarlos trabajando en talleres marcianos). La igualdad de oportunidades en un sistema de derechos de propiedad lunar es, pues, tan mítica como su equivalente terrestre.

Por muy rigurosa y sistemática que sea, la propuesta de Lowe adolece de un problema más amplio que influye en gran parte de lo que pasa por pensamiento futurista hoy en día: a saber, que sigue atado a la lógica del mismo statu quo que promete trascender. Aunque prácticamente todas las épocas se esfuerzan por ver más allá de sus propios horizontes, lo que el difunto Mark Fisher denominó realismo capitalista podría hacer que la nuestra sea única en este sentido. Desde la exploración espacial dirigida por multimillonarios hasta la criptomoneda y el llamado Metaverse, las diversas tecnologías y esquemas que actualmente reclaman el manto futurista están tan inexorablemente limitados por su lealtad al capital que, en última instancia, carecen de potencial emancipador.

La plutocracia ya es bastante mala en la Tierra. Si la humanidad llega a expandirse hacia los cielos, esperemos que sea en un futuro que haya dejado muy atrás a los multimillonarios y a las jerarquías de clase.

 

Jacobinlat - 20 de febrero de 2022

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