Obstáculos y objetivos
Lo segundo, la decisión de no abandonar los objetivos de política, es el eje de la disputa que se le abre ahora al Gobierno, en una previsible puja con los mismos sectores del poder económico en torno de cómo se distribuirán los costos y beneficios de la corrección cambiaria. Aquí viene la parte crucial de la batalla, porque en ella se juega no sólo la suerte del modelo sino también el alineamiento de muchos sectores que han acompañado ese modelo, pero más por sus efectos que por propias convicciones.
El episodio Shell en el mercado mayorista de cambios, pagando por una compra de dólares un sobreprecio del 15 por ciento nada más que para inducir a una brusca suba del valor del billete, es elocuente en diversos sentidos. Con fundamentos, se sospechaba de conductas desestabilizadoras de la política oficial de parte de importantes corporaciones empresarias, pero hasta acá no había habido evidencias tan transparentes. Una declaración del propio titular de Shell Argentina, Juan José Aranguren, inmediatamente posterior a que se difundiera la denuncia (publicado ayer por Clarín), reconoce la existencia de la operación a 8,40 pesos, sin hacer mención de que a esa misma hora el valor de mercado era 7,30.
Este hecho se sumó a la actitud reticente de los exportadores a liquidar las divisas de la última cosecha, a la que ayer el ministro Axel Kicillof le puso precio: serían 4000 millones de dólares de la reciente campaña agrícola los que tendría retenida la exportación, que se agregan a otros 2500 millones de dólares de financiación externa a la cual habitualmente recurren productores exportadores que, esta vez, no ingresaron al país como crédito externo. Los exportadores especularon con una devaluación que iba a caer en algún momento no tan lejano. Con su actitud la indujeron. Algunos deben haber hecho más que simplemente esperar que sucediera. La expresión de esta semana del presidente de la Sociedad Rural, Miguel Etchevehere, sugiriendo que era más negocio especular que producir, habla por sí misma.
El domingo pasado, en su columna de opinión en este diario, Alfredo Zaiat planteaba que “la combinación de una parte de la cosecha guardada en silobolsas, como estrategia de ahorro defensiva de los productores por la restricción a comprar dólares, y la estrategia de grandes exportadores de granos de financiar sus operaciones con créditos en pesos tomadas en el mercado local, en lugar de conseguir los fondos vendiendo divisas, no debería tener la observación pasiva del equipo económico”. La advertencia aludía al riesgo que supone para el proyecto en marcha dejar en manos de estos grandes grupos el control de la oferta de divisas. La semana puso en claro los alcances de esa advertencia, con las maniobras reveladas sobre el manejo desestabilizador del valor de la divisa y, finalmente, la devaluación resuelta por el Gobierno para intentar conjurar el ataque especulativo.
Está claro que el Gobierno enfrentó presiones de sectores exportadores por lograr ventajas en su rentabilidad a través de una devaluación. Pero también de otros que, sin tener a la exportación como actividad principal, han obtenido grandes ganancias en el mercado interno en todos estos años y esa acumulación de utilidades la han transformado en activos en dólares. Para esos sectores, típicamente monopólicos en sus respectivos mercados, la devaluación es una oportunidad de valorización monetaria de sus activos que, convertidos en pesos, les da la oportunidad de expandir sus patrimonios a expensas de productores locales que podrían quedar en posición de verse obligados a malvender sus bienes. Entre otros efectos redistributivos, la devaluación involucra el riesgo de profundizar la concentración económica.
Entre los desafíos inmediatos del Gobierno está, en principio, el de lograr estabilizar el mercado cambiario en los nuevos valores del dólar oficial (en el entorno de los 8 pesos o no muy por encima de esa línea) y poder responder, a su vez, a la demanda de los ahorristas en el reabierto mercado de venta de divisas para atesoramiento, de forma de quitarle expectativas al mercado marginal. Para lograrlo, necesitará que los exportadores-especuladores acepten este nuevo valor y empiecen a liquidar los fondos retenidos.
Ello en cuanto a los equilibrios cambiarios. Pero, además, las autoridades tendrán que ponerle dique a los intentos de trasladar a precios el envión de la devaluación. Esta es la llave que cierra (o deja escapar) los fantasmas de la inflación y el deterioro del poder adquisitivo de los salarios. Es en esta instancia y no después, en una negociación para frenar la demanda de los gremios, donde se juega la suerte de evitar tener unas paritarias explosivas este año.
Desde los despachos oficiales se insiste en que las políticas sociales distributivas, como el plan Progresar para jóvenes sin trabajo que no estudian –anunciado el mismo día que el dólar abandonaba las minicorreciones y pasaba a crecer de un salto–, seguirán siendo un instrumento activo para sostener el objetivo redistributivo. Este es otro frente en el que el Gobierno tendrá que volcar una parte importante de su esfuerzo para evitar las zancadillas de un sector que, tras ganar la pulseada por la devaluación, podría suponer que está en condiciones de dar el “golpe final”: obligar a ejecutar un recorte del gasto público, la fórmula perfecta para provocar una recesión.
No es ocioso que los habituales voceros del establishment relativicen los beneficios de la devaluación, aunque ellos mismos hasta ahora la impulsaban y la reclamaban. El discurso de estos sectores es que, para lograr “estabilidad”, “previsibilidad”, una situación de “equilibrio” monetario y financiero, es necesario que el Gobierno “ajuste” sus cuentas y deje de emitir. De las consecuencias sociales no hablan.
No es nuevo. Ya en los ’90, en pleno auge del neoliberalismo y su forma vernácula, la convertibilidad, se había planteado esta intencionada confusión entre instrumentos y objetivos. Así lo manifestaba el economista Alfredo Eric Calcagno en enero de 1996, que en un art">http://www.iade.org.ar/uploads/c87bbfe5-a4fb-810b.pdf]artículo publicado en la revista Realidad Económica (Nº 137), haciendo un balance de los resultados económicos del año 1995, señalaba que frente al aumento de las tasas de marginalidad de la población y el desempleo, la concentración de la propiedad y la riqueza, la enajenación del patrimonio nacional, el empeoramiento de la educación y en la atención de la salud, la desindustrialización y el colapso de las economías regionales, “tanto el gobierno como la oposición sostienen que el año fue bueno o malo por lo que ocurrió con los instrumentos: un indicador de éxito sería el tipo de cambio estable, y una evidencia de fracaso, la alta tasa de interés y el desequilibrio fiscal”.
Calcagno (padre del actual diputado del FpV Eric Calcagno) explicaba la “trampa” en el debate: “A los instrumentos, tales como el régimen de convertibilidad, el tipo de cambio, la tasa de interés, el equilibrio fiscal y el grado de apertura externa se les ha dado el carácter de objetivos. Con ello se obtienen dos resultados: primero, que no se discutan los instrumentos, porque ahora son los objetivos que deben cumplirse y no cuestionarse; segundo, que los verdaderos objetivos (desde nuestro punto de vista, homogeneidad social, distribución más justa del ingreso, mejoramiento de la educación y la salud, industrialización, defensa del interés nacional) desaparecen del debate. De tal modo, no hay nada que discutir”.
Brillante lección. Y además, sencilla, con lo cual doblemente meritoria. Conviene recordarla, para no volver a quedar entrampado en una discusión por el instrumento (el tipo de cambio), en vez de seguir discutiendo los objetivos (trabajo, modelo productivo, inclusión social, distribución del ingreso, seguridad social). Qué propuestas llevan hacia su realización, y cuáles tienden a destruirlos.
Página/12 - 25 de enero de 2014