Piketty en América Latina
Y no se trata solo del ingreso sino, sobre todo, de la riqueza (no solo el flujo sino el stock), lo que genera un “capitalismo patrimonial” que en el breve –para la historia– lapso de unas décadas recuperará los niveles del siglo XIX, una especie de neovictorianismo dominado por la riqueza no autogenerada de una elite cuyo poder irá aumentando. Un mundo de herederos consentidos y dispendiosos.
La tesis de Piketty, aunque ahora se hace evidente, demoró tanto en llegar al centro del debate económico mundial por el recuerdo todavía vívido de un período, el que va del New Deal (en Estados Unidos) o la finalización de la Segunda Guerra Mundial (en Europa Occidental y parte del mundo en desarrollo) hasta mediados de los 70, en el cual esta tendencia a la concentración de la riqueza se interrumpió.
Vale la pena detenerse un momento en esta etapa, por ser de algún modo la excepción a la regla general descripta por Piketty. ¿Cómo se explica la anomalía? La gigantesca destrucción de activos generada por las dos guerras, la depresión económica que estalló entre una y otra y los esfuerzos de reconstrucción en clave keynesiana que siguieron a la finalización de la segunda explican estas tres o cuatro décadas excepcionales, los “años dorados” según la famosa definición de Eric Hobsbawm, en los que la economía mundial atravesó un período de crecimiento notable con una no menos notable redistribución.
A esta explicación habría que añadir un aspecto ajeno al análisis económico de Piketty pero igualmente decisivo: la amenaza expresada por el comunismo y sus mecas en Moscú, Pekín o La Habana, que obligó al capitalismo –o, mejor dicho, a los capitalistas– a explorar esquemas de compromiso entre clases que alejaran el fantasma de una revolución trabajadora, expresados en los largos períodos de gobierno socialdemócrata en Europa pero también en los más breves y tormentosos populismos y desarrollismos latinoamericanos.
Ese mundo, por supuesto, ya no existe. La crisis disparada por el aumento de los precios del petróleo en los 70 dio inicio a un proceso lento y accidentado pero bien real de reversión del consenso socialdemócrata –o, insisto, populista-desarrollista– de la posguerra, cuya expresión política fueron los triunfos de Margaret Thatcher en 1979 y Ronald Reagan en 1980. Más tarde, con la caída del Muro de Berlín y el fin de la amenaza socialista, desaparecieron los límites que en el pasado imponían algún tipo de contención geopolítica a un capitalismo cada vez más desregulado y voraz. Por eso ahora asistimos asombrados a un doble fenómeno: en el primer mundo, la erosión de los mecanismos de bienestar social construidos a mediados del siglo pasado en la mayoría de los países europeos, con consecuencias especialmente dramáticas en aquellos pertenecientes a la periferia del euro. Y, por otro, el avance de las relaciones de mercado a zonas del planeta hasta entonces sustraídas total o parcialmente de ellas, del interior de China hasta el Nordeste de Brasil, de India a Vietnam. Como los conquistadores del Far West americano, el capitalismo avanza hacia el desierto.
Un viaje a América Latina
Pero la posguerra no es la única excepción a esta orientación general desigualadora demostrada por la investigación de Piketty. La evidencia sugiere que desde hace diez o quince años América Latina, y en particular Sudamérica, atraviesa, considerada globalmente, un período de reducción de sus históricamente altísimos niveles de desigualdad, que, como señalamos, se están incrementado tanto en el mundo desarrollado como en buena parte de los países periféricos, empezando por el más importante de todos: China.
En efecto, según datos de la Cepal, el Gini latinoamericano pasó de 0,59 a mediados de los 90 a 0,51 en la actualidad (2). Muy resumidamente, los motivos son dos: el primero es el boom de los commodities, que mejoró los ingresos de prácticamente todas las economías de la región (dando por tierra a su vez con la tesis de Raúl Prebisch que pronosticaba un deterioro inexorable de los términos de intercambio de los países de la región, hoy desmentida por la simple evidencia de que un kilo de lomo vale más que un kilo de Audi). El segundo motivo es una paradoja: el fin del campo socialista, que distrajo la atención de Estados Unidos respecto de su tradicional patio trasero y habilitó el ascenso de líderes –un indígena cocalero, un obrero de izquierda, un ex guerrillero– que en el pasado hubieran sido bloqueados por vía de la desestabilización o el golpe de Estado. Fueron estos líderes los que, una vez en el poder, aplicaron una serie de políticas de inclusión social que contribuyeron a morigerar la desigualdad (y, de manera mucho más notable, a reducir la pobreza).
Por eso, aunque la foto de la desigualdad sigue retratando a América Latina como la región más inequitativa del mundo, la película es más positiva. Comparativamente, el ritmo latinoamericano de reducción del índice de Gini –a razón de 0,7 puntos al año promedio– es superior al registrado durante el New Deal en Estados Unidos (0,6 puntos anuales) y en el período de entreguerras en el Reino Unido (0,5) (3). La diferencia es que Estados Unidos partía de un Gini de 0,50 y Gran Bretaña de uno de 0,40, contra 0,59 de América Latina. En otros términos, no es que la velocidad sea lenta: el piso era muy bajo.
Por supuesto, la situación no es la misma en todos los países. La caída de la desigualdad fue especialmente notable en Bolivia, Ecuador y Venezuela, y menos marcada en Argentina, Uruguay o Chile. Los motivos podrían radicar en una mezcla de economía (los tres primeros países son exportadores netos de recursos naturales hidrocarburíferos, cuyos precios mejoraron de manera especialmente notable) y política (los tres cuentan con gobiernos bolivarianos que han puesto un énfasis especial en las políticas sociales). Pero también hay que considerar –una vez más- el punto de partida: la desigualdad social era allí mucho más aguda antes de la llegada de la izquierda al poder que en los comparativamente más cohesionados países del Cono Sur.
Futuro
La investigación de Piketty abrió un debate a escala global, del que participaron, para respaldarlo, refutarlo o matizarlo, los principales economistas del planeta (4). Y sin embargo, el fenómeno ya había sido detectado antes por la más sagaz y sensible de las antenas, la del mercado capitalista, que por supuesto se mueve más rápido que los análisis académicos y los diagnósticos políticos, que no requiere bases empíricas sólidas sino apenas proyecciones de ventas y que ya había comenzado a crear una serie de productos dedicados especialmente a la nueva oligarquía de los superricos del mundo. Hoy, según datos publicados por The New York Times (5), existen 167 mil personas con un patrimonio en activos de más de 30 millones de dólares (alguno de ellos compró la Ferrari Spider, el auto más caro de la historia, a 27,5 millones de dólares; la One Cornwall Terrace, una mansión frente al Regents Park londinense, a 160 millones; o las doce botellas de vino Domaine de la Romanée-Conti cosecha 1978, a 476 mil dólares). Incluso existe una empresa, Wealth-X, con sede en Singapur, dedicada a proveer información y servicios a la elite de supermillonarios. El fenómeno es tal que llega hasta la Asamblea del Pueblo (sic) del Partido Comunista de China, en cuya última sesión se sentaron 90 delegados con fortunas de entre 300 y… ¡12 mil millones de dólares!
Si América Latina es una de las pocas regiones del mundo, y ciertamente la única de ese tamaño, que ha logrado evitar la tendencia general enunciada por Piketty, diferentes indicadores sugieren que esta etapa podría quedar atrás: con un barril de petróleo que hoy cotiza por debajo de los 100 dólares, cuando llegó a tocar los 160, el precio de la soja en caída y el comercio mundial estancado, la región ha superado la etapa de “crecimiento fácil” y enfrenta un panorama más complicado, que se revela tanto en la intuición de que el “pico distributivo” ha quedado atrás como en las mayores dificultades políticas que enfrentan los gobiernos de izquierda para conservar el poder.
Por eso el hallazgo de Piketty debería llevarnos a considerar las opciones futuras con mucho cuidado, aunque todavía queda por analizar con más profundidad qué tipo de desigualdad será la del siglo XXI, que después de 150 años de construcción igualitarista no podrá ser idéntica a la desigualdad aristocrática del XIX: una desigualdad probablemente más conflictiva, marcada por la violencia social y que seguramente desbordará los nuevos guetos urbanos para derramarse al conjunto de la sociedad (6). Pero no nos adelantemos. Por el momento destaquemos la extraordinaria investigación de Piketty, su conclusión y sus excepciones (y las enseñanzas que arroja): tanto los “años dorados” del New Deal y la posguerra como el –más incipiente y probablemente frágil– ciclo latinoamericano actual demuestran que, dadas ciertas condiciones, la desigualdad puede atenuarse o incluso revertirse, algo que el mismo Piketty se encarga de subrayar cuando propone como solución política un impuesto global al capital, una sugerencia que debería comenzar a discutirse antes de que sea demasiado tarde.
1. Fondo de Cultura Económica, 2014. Un adelanto del libro en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 183, septiembre de 2014.
2. Panorama Social de la Cepal.
3. Sergei S. Dillon Soares, “O ritmo na queda da desigualdade no Brasil é aceitável?”, Revista de Economía Política, Vol. 30 Nº 3, 2010.
4. Entre otros, Paul Krugman en The New York Review of Books. Ver asimismo la nota de Russell Jacoby en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 183, septiembre de 2014.
5. 14-3-14.
6. Gabriel Kessler, Controversias sobre la desigualdad, Fondo de Cultura Económica, 2014.
Le Monde Diplomatique Edición Nº 186 - diciembre de 2014