¿Y si hablamos de igualdad?
Para vivir en paz en una sociedad diversa es necesario afirmar y sostener que también queremos vivir en paz en una sociedad igualitaria.
Sobre las consecuencias no previstas de la acción aprendimos hace unos años con el sociólogo británico Antonny Giddens.[1] Sobre ello reflexionábamos en las clases, con los estudiantes, analizando de qué manera tantas decisiones, acciones, términos, etc. llevados adelante con determinadas intenciones y sentidos, dan lugar, también, a resultados, a acontecimientos y a consecuencias, que están más allá de las previstas, esperadas, deseadas, etc., por muy racionalizada, planificada y controlada que sea la acción de que se trate. Esto ocurre en la gestión política, en la ciencia y la técnica, en la economía y en cualquier ámbito de nuestras vidas. Y si es así en aquellos campos, como digo, racionalizados -en el sentido de que la toma de decisiones sigue criterios y caminos de acción específicos, tras objetivos prefijados explícitamente- cuánto más en la lucha y la disputa política y cultural abierta, cuando la confrontación ideológica guía la acción de manera más directa e inmediata. Y es así porque nuestros actos, todos los actos de todos y todas (lo que hacemos, producimos o decimos), indefectiblemente se encuentran siempre con otros y otras que harán o los entenderán o los replicarán según sus propios intereses, saberes y entendimientos.
Recordaba aquellas viejas lecciones a raíz de los últimos acontecimientos, iniciados con el descabellado discurso de Milei en el Foro de Davos y la activa y rápida respuesta de una parte importante de la sociedad, conmovida por las ofensas a las personas y el desprecio a valores caros a sus sentimientos y concepciones, como son el derecho a la convivencia en paz, a decidir sobre la propia vida, sobre el propio cuerpo y sobre cómo y a quien amar. En conjunto, se trata del derecho a la convivencia en paz en una sociedad diversa en la que se respeten, a su vez, derechos cuya amplitud y universalidad fueron conquistadas tras largas luchas por mostrar que todes tenemos los mismos derechos por ser asimismo humanes e igualmente ciudadanes de este país. Luchas de las mujeres que, ya en los primeros tiempos de la joven democracia, sumaron sus reclamos a la habilitación para contraer nuevas nupcias, para obtener el derecho a compartir la patria potestad de los hijos e hijas, a no estar obligadas a llevar el apellido del marido y a negociar el de la prole, etc., hasta el derecho elemental a no estar obligadas a procrear si no se desea. A esas conquistas se sumaron el matrimonio igualitario y el reconocimiento del género percibido, en los años más recientes, gracias al movimiento LGBT.
Diversidad y lucha por el reconocimiento, se manifestaron en la multitudinaria Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista del 1 de febrero, replicada en las más importantes ciudades del país y también en el exterior.
Pero mientras esto ocurría y nos enfocábamos en la diversidad, el presidente Milei, su ministro de justicia Cúneo Libarona, el inefable vocero presidencial, Manuel Adorni, más los que repiten como loros lo que dice el presidente, salieron a proponer la eliminación de la figura de femicidio como agravante de los crímenes de mujeres perpetrados por varones, en nombre de ¡la igualdad! “Somos iguales ante la ley”, dicen. “Vale lo mismo la vida de una mujer que la de un varón” y esto es obvio. Pero lo que echan bajo la alfombra apropiándose de este principio, es que la igualdad de varones, mujeres y diversidades no se cumple sin intervenciones y leyes que así lo sancionen y organismos del Estado que apliquen la ley y protejan a quienes se hallan en condiciones de mayor vulnerabilidad, mientras persista una ideología patriarcal que moldea sujetos que se auto perciben superiores y, por lo tanto, con derecho a ejercer violencia sobre otras y otres. Precisamente, esas luchas y esa legislación y demás disposiciones y organismos, tienen por finalidad respaldar la igualdad de todos, todas y todes, cualquiera sea su género.
Por lo tanto, la lucha es por la diversidad y por la igualdad. Y es necesario enfatizarlo, antes que nos expropien también este vocablo que denota un valor político y cultural fundamental de una sociedad moderna y democrática, como pasó ya con el término libertad, tan vapuleado por los libertarios.
Es cierto que al día de hoy parece que el gobierno nacional está retrocediendo con el proyecto contra la figura del femicidio, pero la semilla está puesta y el huevo de la serpiente puede romperse con la primera amenaza de restricción de recursos a congresistas y representantes de las provincias, tan poco propensos a defender principios. Y aunque persista dicha figura, no hay igualdad posible si se desfinancian y desarticulan organismos que asistan a las víctimas de violencia, como es el caso del disuelto Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación reducido a una subsecretaría que fue finalmente disuelta a mediados del año pasado.
La igualdad, de paso, es también un principio de denuncia del abandono, del maltrato y de la destrucción de la totalidad del patrimonio social (organismos y políticas de salud, de educación y cultura, de vivienda e infraestructura, de ciencia y tecnología), que deja a una parte muy importante de la sociedad desprovista de los bienes y servicios básicos y necesarios para vivir y ser partícipes de la vida social.
La igualdad social, política y económica también requiere de intervenciones, de recursos, de normas, de organismos del Estado y de personal especializado en cada área, que la efectivicen. La Constitución y los Códigos no se cumplen espontáneamente: se los hace cumplir, para bien o para mal, por instituciones ad hoc. La economía de un país no es, no puede ser, simplemente un mercado liberado. ¡Y hasta eso es falso de las declamaciones libertarias!
La política económica del gobierno no consiste en dejar hacer, sino en tomar medidas que tienen (grandes) ganadores y (muchos) perdedores. Milei y sus ministros no destruyen el Estado desde adentro, como dijo al presidente. Destruyen lo social del Estado, el patrimonio común; lo rehacen y lo instrumentan desentendiéndose del principio de la igualdad y de la solidaridad.
¿Cómo es posible creer que “la economía está mejor”, como tanto se repite en las redes y en los medios de comunicación, si cada vez hay más desamparo? Y no me refiero solamente a los desamparados de todo, que duermen en los umbrales asediados por las fuerzas del orden liberal ni únicamente a los niños metidos dentro de los tachos de basura de la ciudad para recuperar un mendrugo. Están desamparados, cada vez más, también los enfermos que ya no reciben sus remedios, los niños y niñas que no serán vacunados porque ya no serán posibles amplios operativos, las y los viejos que tienen que optar entre comer o seguir el tratamiento médico, todos y todas quienes transitan rutas en mal estado en las que aumentan los riesgos de accidentes, los y las que ya no tendrán el hospital Bonaparte, por mencionar algunas de las últimas medidas de destrucción, no del Estado (una falacia del presidente) sino, reitero, del patrimonio social. De esa parte del Estado que es de todos y que es el verdadero objeto de la destrucción libertaria.
Por todo esto, además de querer vivir en paz en una sociedad diversa, debemos insistir en que también queremos vivir en paz en una sociedad igualitaria, antes de que el huevo de la serpiente termine por estallar y en nombre de la igualdad, nos rija únicamente la ley del más fuerte.
Referencia:
[1] La constitución de la sociedad. Amorrortu, 1995.
Fuente: La Tecla Ñ - Febrero 2025