Que nadie se enoje
En las últimas semanas parece haberse afianzado una percepción generalizada sobre el rumbo de la política argentina que podría resumirse en “es lo que hay”. A más de un año de gestión parece que hay que comenzar a aceptar que el gobierno que hay, es el que hay. Que no se trata de errores de comunicación, o de errores de política, detrás de los que transcurre el gobierno “deseado” o “esperado”. Parece que ya hay que asumir que la comunicación que hay, es la comunicación, que la política que hay, es la política.
Se observa un patrón en la forma de ejercicio del gobierno que fue llamado en las redes sociales como de “toma de indecisiones” o de “necesidad y sugerencia”, que va dejando de ser considerado como algo que va a cambiar, para pasar a ser lo que es, y lo que hay. Y que tal vez, y más allá de las esperanzas depositadas, en realidad nunca dio indicios de que iba a ser otra cosa.
Hoy, muchos de los dead ends o callejones sin salida en los que se interna el gobierno parecen ser, en gran parte, no sólo atribuibles a la herencia macrista o a la pandemia, sino autoprovocados por su sujeción a la máxima del “que nadie se enoje”. Aquella disposición a la construcción de acuerdos, a la no confrontación, que en el contexto de las elecciones de 2019 fueron valorados como indispensables para ganar, hoy se muestra cada vez más inviable para obtener resultados. La política es cambio, y cambió; pero el gobierno siga aferrado a lo que era.
Hay por lo menos tres factores que hacen inviable, hoy, la máxima del “que nadie se enoje” como guía para actuar y tomar decisiones.
Primero, la demanda de reparación social potenciada por la gravísima herencia del macrismo, que es irresoluble sin asumir algún grado de confrontación.
Segundo, la pandemia, que transformó a la política de una aproximación progresiva a los objetivos en obtención de resultados inmediatos; resultados imposibles de obtener sin que nadie se enoje.
Tercero, la estrategia hardcore (por agresiva, rápida y potente) de la oposición de Juntos por el Cambio: no se puede renunciar al derecho de no tolerar a los intolerantes (como parece que alguna vez dijo Popper) para que nadie se enoje.
Cuando, frente a esos tres factores, se insiste con gobernar sin que nadie se enoje, se plantea una situación de profunda injusticia. Ganarán siempre los que tengan más poder para asustar con la amenaza de su enojo: los grandes empresarios, el lobby judicial, el campo organizado, etc. Y perderán siempre los que no pueden amenazar con enojarse: los estatales con paritarias de miseria, los que se desempeñan en actividades amenazadas por la dimensión y permanencia de la crisis, los trabajadores informales, etc. Y a no perder de vista que entre estos últimos, en general, tienden a estar “los propios”.
La máxima del “que nadie se enoje” ya generó unos cuantos fracasos en sólo un año de gestión. El más duro de aceptar es el del manejo de la pandemia. En ese plano el gobierno nacional comenzó con el pie derecho (“cuarentena para dar tiempo” aunque se enojen) para pasar poco tiempo después a invocar la “responsabilidad individual” en la resolución de un gravísimo problema colectivo, sin buscar medidas alternativas, parciales, realizables, para que nadie se enoje. La triste decisión derivó en el más reciente decreto (en realidad, “sugerencia de necesidad y urgencia”, según la definición de Marcelo Falak) que dejó en manos de la “responsabilidad individual” de los gobernadores el qué hacer con el control de la pandemia.
Y la lista sigue en diversos planos de política: se promueve la exportación de carne porcina, pero se acepta una fotografía con veganos que se oponen a la producción porcina. Se avanza con la estatización de Vicentín como forma de resolver una gravísima estafa, pero luego se retrocede para que nadie se enoje. Se promete una reforma judicial imprescindible, pero Stornelli sigue siendo fiscal, para que nadie se enoje. Se organiza el sepelio de Maradona pero se desata una situación de innecesario riesgo sanitario, para que nadie se enoje. Se implementan retenciones al maíz, pero se las suspende antes de aplicarlas para que la Mesa de Enlace no se enoje.
Se escucha a la vicepresidenta reclamar duramente, y con toda legitimidad, contra los funcionarios que no funcionan, pero luego se los reúne a todos para que nadie se enoje. Se decide no despedir a funcionarios que no funcionan aunque ellos mismos presenten la renuncia. Cuando sí se despide a funcionarios que no funcionan, se los premia con una embajada, para que no se enojen. Pero sí se despide a funcionarios que sí funcionan, generándose un tembladeral de premios y castigos en el que la forma más fácil de sostenerse es sobreactuar lealtades, y no necesariamente funcionar.
La gran pregunta es si el “que nadie se enoje” es una forma o un contenido. Si es nada más que un estilo que se pone en juego, una determinada disposición del liderazgo y de la gestión, para resolver los problemas que se quieren resolver y lograr los resultados políticos deseados. O si, por el contrario, es una consecuencia de la ausencia de objetivos concretos, de un programa que fue enunciado en 2019 pero que progresivamente debió ser abandonado, precisamente para “que nadie se enoje”.
No importa tanto de todas formas cuál es la respuesta para esta pregunta, porque la consecuencia casi inevitable es la misma: la alienación de los propios, de los propios de adentro y de afuera.
De continuar por el camino actual, es altamente probable que quienes apoyaron en 2019 cifrando sus esperanzas en que el nuevo gobierno combinaría moderación política con decisiones favorables a las mayorías se verán cada vez más frustrados. Un solo dato: a pesar de todos los esfuerzos realizados, que fueron muchísimos, lo concreto para quienes suelen medir apoyos con heladeras llenas o vacías, es que 2020 concluyó con un 36,1% de inflación, incluso superior en lo que es canasta básica alimentaria (45,5%). Ni hablar de la desazón de quienes observan que, además, el sobrevolar la grieta sólo llevó a una profundización de la polarización política, que en el caso de la oposición al gobierno por momentos roza lo desquiciado.
Porque además, amenazas como la “pesada herencia del macrismo”, la pandemia y la oposición hardcore lejos de cerrar filas, llevaron al gobierno a una poco oportuna intolerancia hacia la crítica. Y más hacia la crítica de los propios, de los propios de adentro y de los propios de afuera: en ese plano decir “mu” es “hacerle juego a la derecha” y allí terminó todo intercambio. El temor a que retorne, renovado, el proyecto “de la derecha”, debería ser un catalizador para la unidad, un motor hacia el futuro y no una mordaza.
Néstor Kirchner dijo alguna vez: “no queremos ayudar a conjugar y a que todo el mundo nos diga que sí”, “queremos tener compañeros que piensen, que nos digan la verdad, que tengan capacidad transgresora, que nos ayuden a equivocarnos lo menos posible”.
En estos tiempos de incertidumbre, difíciles para todos, bienvenidas sean todas las certezas que se puedan tener, incluso si alguna nos muestra que el gobierno que tenemos es lo que es y no lo que hubiéramos deseado que fuera. No es ése un mal punto para avanzar, para transgredir, para corregir las equivocaciones.
Pero es muy probable que si la vocación de que “nadie se enoje” sigue primando por sobre la implementación de políticas reparadoras de la profunda inequidad social legadas por el macrismo y la pandemia, el escenario que enfrentará el gobierno ya no será sólo el de los poderosos amenazando con enojarse, sino uno más grave: los propios enojándose, más allá de toda amenaza.
El destape web - 23 de enero de 2021