Resolución 125: a 17 años del conflicto entre el Estado y el campo

Tomás Aguerre

El Ministerio de Economía publicó en 2008 la fórmula de las retenciones móviles a la exportación de soja, girasol, trigo y maíz, lo que llevó a múltiples cortes de ruta y un enfrentamiento que todavía resuena.

El 11 de marzo de 2008 el ministro de Economía, Martín Lousteau, publicó la resolución 125/09. La normativa establecía una fórmula que convertía a las retenciones a la exportación de soja, girasol, trigo y maíz –hasta entonces fijas– en móviles. Aplicaba una fórmula de relación inversa al precio de los granos. Si ese precio bajaba de los 200 dólares en Chicago, la retención caía a cero; entre los 200 y los 400 dólares, el porcentaje de impuestos llegaría al 35,7%; y, cuando superara los 600 dólares, la tasa de retención se ubicaría en 49,33%.

Lo que comenzó como una resolución ministerial pronto se convirtió en un conflicto que duró cuatro meses.

Corrían los primeros meses del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, asumido en diciembre de 2007. La medida del Ministerio de Economía venía a suplir una previa: la prohibición de exportar trigo. El Gobierno buscaba desacoplar el aumento internacional de los precios de los productos agropecuarios de sus precios internos, además de capturar parte de aquella renta extraordinaria. Aquella primera medida había generado bloqueos en los puertos por parte de productores agropecuarios en desacuerdo.

Horas después del anuncio del esquema de retenciones móviles, cuatro entidades agropecuarias que, según este trabajo de Susana Merlo y Mercedes Muro de Nadal, venían previamente coordinando algunas acciones, se reunieron para plantear una posición unificada. Se trataba de la Sociedad Rural Argentina, Confederaciones Rurales Argentinas, Federación Agraria Argentina y Coninagro (Confederación Intercooperativa Agropecuaria). Juntas, anunciaron que suspendían por 48 horas la comercialización de carnes y granos, además de bloqueos de rutas en varios puntos del país. Fue la primera protesta de un sector contra el gobierno de Cristina Kirchner desde su asunción. Se había conformado la Mesa de Enlace Agropecuaria.

Sin hacer una cronología de un conflicto, que se conoce de más, vale apuntar algunos eventos. Hacia fines de marzo, comienza a sentirse el desabastecimiento provocado por el cese de comercialización y los cortes de ruta. Se abre una primera negociación que dura unos días y termina en una tregua durante abril, luego de 20 días de lockout. El Gobierno reformula la medida para excluir a pequeños y medianos productores.

Sin embargo, esta primera tregua termina sin un acuerdo sobre el fondo de la cuestión y vuelven las medidas de fuerza. Un nuevo lockout con movilización hacia el costado de las rutas, esta vez sin cortarlas. El tema escala hasta convertirse casi en el único tema de la política y los medios de comunicación de la Argentina. Todos los debates están atravesados por este. A fines de abril, el ministro de Economía presenta su renuncia.

El 25 de mayo, el país festeja el aniversario de su revolución y la pantalla de los principales medios de comunicación se divide en dos. Sin mencionar el conflicto, la presidenta Cristina Kirchner pide anteponer los intereses del país y de la Patria a los de un sector, a los de la propia individualidad. Del otro lado, en Rosario, el acto encabezado por las entidades rurales reúne a la mayor multitud contra el Gobierno desde su asunción en 2003, exactamente un 25 de mayo. El tono se eleva: “Si mañana no hay soluciones, el martes empiezan los cortes”, dice desde el escenario uno de los referentes de las protestas en Entre Ríos, Alfredo De Angeli. “No se confundan: nosotros no somos la Unión Democrática ni la pareja gobernante son Perón y Evita”, agrega Mario Llambías, de la CRA.

Las negociaciones se interrumpen y vuelven las medidas: movilizaciones a la ruta y cese de comercialización para exportación y para el mercado interno. El Gobierno ofrece corregir aspectos técnicos pero la Mesa de Enlace lo rechaza. Es difícil transmitir, en poco espacio, los niveles de tensión. Digamos que el conflicto solo escala. Los sectores agropecuarios convocan a un paro total para el 2 de junio. Días después, la presidenta Cristina Kirchner anuncia que los fondos de las retenciones se destinarán a construir hospitales y caminos en todo el país. El 14 de junio, en medio de cortes de ruta, es detenido Alfredo De Angeli. Hay cacerolazos en la Ciudad de Buenos Aires y el expresidente Néstor Kirchner llega a Plaza de Mayo en medio de una movilización a favor del Gobierno.

El Gobierno decide enviar el proyecto de resolución al Congreso, tal como le reclamaban algunos sectores que buscaban el diálogo entre las partes. Entre ellos, el vicepresidente de la Nación, el radical Julio Cobos. El proyecto llega a la Cámara de Diputados el 5 de julio y obtiene media sanción por una diferencia ajustada, 129 votos a favor y 122 en contra. El día previo al tratamiento en el Senado se producen, otra vez, dos movilizaciones. La calle pone en acto lo que está por ocurrir en el Congreso (o acaso es al revés). Mario Wainfeld describe, en Página/12, la movilización en el Monumento de los Españoles como “una manifestación opositora memorable”. Registra que allí hay un sector político emergente, cuya magnitud se potencia en función de la novedad. Se trata, dice, “de una derecha con sustentos sociales (productores de provincias, clases medias de Capital o Rosario), provista de capacidad de calle, no es moco de pavo”. Es distinto a lo que ocurrió con la marcha por seguridad encabezada por el padre de Axel Blumberg, asesinado en 2004. “Ahora hay más arraigo social, capacidad de articulación con fuerzas políticas, intereses duros que defender, millones de razones verdes que son un tegumento sólido”. En la otra plaza, relata, Kirchner realiza un acto “con marcado color peronista, con fuerte presencia de sindicatos y movimientos sociales”.

Llega el turno de las instituciones. Son las 4 de la mañana del 17 de julio. La votación en el Senado arroja un empate, 36 a 36. El vicepresidente Cobos, en ejercicio de la presidencia del Senado, debe desempatar. En cambio, pide un cuarto intermedio para intentar llegar a un acuerdo. El jefe de bloque del oficialismo, Miguel Ángel Pichetto, toma la palabra.

–Presidente, Jesús le dijo a los discípulos: lo que haya que hacer hagámoslo rápido. Tengo instrucciones, nosotros hemos reafirmado una posición, presidente. No quisiera estar en su lugar. Es una responsabilidad inmensa la que usted tiene. Y seguramente también la historia va a hacer una evaluación del rol que usted defina y decida esta noche. Nosotros vamos a pedirle que usted haga uso de la facultad que le otorga el reglamento. Este debate está agotado. El Congreso ha hecho un esfuerzo extraordinario de buscar lo que usted plantea. Pero acá estamos en un debate muy fuerte, de intereses, de posiciones políticas, de discusión de autoridad, de perfil del nuevo país que queremos construir. Hay una frase de un líder radical que quiero decir al final: que se rompa pero que no se doble, presidente. Nosotros esperamos su voto.

Sin cuarto intermedio, Julio Cobos emite su voto.

–Yo le pido a la presidenta de los argentinos, que tiene la oportunidad de enviar un nuevo proyecto, que contemple todo lo que se ha dicho. Todos los aportes que se han brindado, desde afuera o aquí mismo. Que la Historia me juzgue, pido perdón si me equivoco. Voto… mi voto no es positivo. Mi voto es en contra.

El proyecto cae. El Gobierno nacional deroga la Resolución 125. Ha terminado el conflicto. Pero ha comenzado, quizás, otra cosa. Un debate de intereses, una discusión de autoridad. Pocas veces le prestamos tanta atención a lo ocurrido en un recinto como ese, escribe Javier Trímboli en Sublunar, entre el kirchnerismo y la revolución (disponible aquí). Es un ensayo sobre la década kirchnerista, cruzado por las diversas e inteligentísimas lecturas de Javier, que busca poner esa experiencia en una perspectiva histórica. Está escrito en 2016, desde la reciente derrota y el inicio del gobierno de Mauricio Macri.

Allí se describe al conflicto del 2008 como la cristalización de una lucha de clases velada en los años previos, oculta por una idea –veremos luego– de reparación. El de 2008 es un conflicto diferente al de 2001, obviamente. Pero no solo porque en el medio han pasado algunas cosas –entre ellas, el kirchnerismo– sino porque, fundamentalmente, ya no es un conflicto de “la sociedad” contra “los políticos”. Es un conflicto al interior de la sociedad misma. Esa ruptura es radical y es novedosa en la sociedad de la post-dictadura. El conflicto del 2008, dice Trímboli, desagrega lo que el 2001 había coincidido.

Esa primera etapa kirchnerista, que describe como “de reparación” de la sociedad desde el Estado, encuentra un primer freno en 2007. La designación de Lousteau, la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, algunos cambios que el propio Trímboli ve en su ámbito (el Ministerio de Educación) le hacen suponer que “la fiesta, permítaseme llamarla así, había terminado. Fin de la excepción; hora del repliegue pero sin dramaticidad, conformes con lo hecho”. Sin embargo, ese repliegue no sucede. Al menos, no así como lo imagina.

Lo que resurge, en cambio, es la tensión política y social. “Nos vimos deslumbrados por la irrupción de una fenomenal ola opositora que no estaba dispuesta a dejar pasar la resolución 125, una medida que quería modificar con regla técnica y preciosista una resultante política, social y económica tan ruda y apremiante como habían sido las lisas y llanas retenciones”. En ese resurgir hay un repertorio de intervenciones similares a las del 2001 –los cacerolazos, el corte de ruta– a los que el sector agropecuario le agrega las propias de su condición –el lockout, la posibilidad de hacer que el capital entre en “huelga”. Había nacido una multitud “que cada tanto hacía saber su descontento más general con lo que se venía realizando desde 2003”.

La emergencia de un nuevo sujeto social ocurría justo cuando, dice Javier asumiéndose parte, “pensábamos que había caducado la idea misma del enemigo”. Cuando la política de la reparación de ese primer kirchnerismo parecía capaz, justamente, de reparar cualquier saldo anterior desde el Estado. Hacíamos un chiste –cuenta Javier– “de que había tentación de devenir régimen”. Interrumpió esa ilusión el ingreso de un sujeto social que hacía una defensa cerrada de sus derechos sobre la propiedad de la tierra “contra las pretensiones de un Estado que los saqueaba para sostener los planes sociales”.

Aparece un cruce, en el libro, muy interesante para mirar el período. Una suerte de genealogía –me animo a decir una especie de Vidas paralelas de Plutarco– sobre dos políticas públicas que caminan juntas: las retenciones y los planes sociales. Lo resumo así (imaginen todo lo que viene ahora entrecomillado, son palabras de Trímboli).

En agosto de 2002 el entonces presidente, Eduardo Duhalde, no va a la inauguración de la Sociedad Rural. El presidente de la entidad dice allí: “Habría que marginar de una vez y para siempre a esa corporación política que, sin distinción de ideas partidarias, lo único que pretende es preservar sus privilegios, aunque ello traiga aparejada la disolución social de la Argentina”. Se nos dijo, agrega, que apostáramos a la producción y a los pocos días nos impusieron la rémora de las retenciones. Se refería a la decisión del Gobierno, en abril de ese año, de volver a implementarlas para maíz, trigo, soja y girasol.

A principios de año, después de una movilización piquetera a Plaza de Mayo, Duhalde había recibido a dirigentes de los movimientos sociales. Al día siguiente anuncia la idea de crear un millón de puestos de trabajo subsidiados para jefes de familias desocupadas. Ahora, ¿cómo financiarlo? Las retenciones están ahí, tentadoras. Remes Lenicov, entonces ministro, diseña la medida pero Duhalde no lo autoriza inmediatamente. Sabe que el sector va a reclamar pero finalmente lo hace, convencido de la fortaleza de su argumento: es la única forma de evitar un (otro) desborde social.

Duhalde lo cuenta así en Memorias del incendio, un libro al que hay que volver. Ese miedo funciona, existe, es real. Se hizo visible en diciembre de 2001 y va a funcionar como amenaza. En mayo, el programa Jefes y Jefas de Hogar se pone en marcha. Algunas organizaciones del sector se resisten al aumento de las retenciones, cuenta Duhalde, pero en definitiva “el conjunto entendió que era una medida de estricta justicia”. Es cierto, en paralelo, que la pesificación y la devaluación habían contribuido a la recomposición de los ingresos del sector. Pero, vale señalarlo, no consiguen entonces arrastrar detrás de su reclamo ni a una fracción de dirigentes opositores (porque no hay, porque no quiere, porque no los tiene); tampoco logra seducir a las clases medias urbanas, aún cuando estas compartían el cuestionamiento a la corporación política. Las editoriales de La Nación, dice Trímboli, no alcanzan para producir un frente social. Y el miedo al desborde los disciplina.

Entonces, dice Javier, saltemos unos pasos en la argumentación para preguntarnos si los planes sociales “no fueron una conquista del levantamiento del 2001, de una de sus vertientes, que, además, contra lo que ella misma imagina, clava la pica en el territorio de otra clase, una que se había beneficiado con creces en los noventa. Y la clava por largo tiempo, en firme”. Esto es, quizás, el elemento más novedoso. Los planes sociales tampoco nacen en 2001, habían comenzado como respuesta estatal durante los primeros piquetes de la década del ´90. Pero entonces eran una respuesta casi marginal, financiada por transferencias de organismos internacionales.

A partir de entonces, los roles de esos actores sociales se invirtieron. En 2008, los sectores agropecuarios consiguen articular aquello que no lograron en 2002: una parte de la clase dirigente, otra parte de los sectores medios urbanos. Una fuerza social, en definitiva, constituida por los desafectados de ese primer gobierno kirchnerista, los no reparados de la etapa de reparación. Y, en espejo, la otra fuerza social, la que en 2002 había conseguido “clavar la pica en el territorio de la otra clase”, aparecía cinco años después “en otra situación, casi desactivada”. Sobre esa coyuntura cae la maldición argentina del factor externo: los precios en alza, el boom de las commodities, la cosecha récord, las ganancias extraordinarias. El cálculo de que no habrá disputa por su apropiación, porque las clases han conciliado, porque vienen conciliando, falla. Al menos, no está previsto.

¿Qué había cambiado? El texto de Trímboli ya lo ha señalado. La otra fuerza social estaba desactivada. “Ausente ella –dice– ya no había por qué moderarse”. No había incentivos para que el reparto de esas nuevas ganancias se hicieran a “la nueva manera”, la de la reparación. Había empezado a quedar lejos el 2001. Faltaba el disciplinador miedo al desborde. Cuando retenciones y planes sociales volvieron a cruzarse se habían invertido las fuerzas y, por lo tanto, los roles. Ganó la fuerza social nueva, por un voto, en el Senado de la Nación.

Se habían vivido hasta entonces, dice el texto para terminar, unos años “milagrosos” (en el sentido en el que Arendt habla de la libertad y Lenin de la revolución). Pero incluso los milagros –los acontecimientos inesperados– necesitan una fuerza social y política que los sostenga. Y esa fuerza encuentra límites. Pero el texto no termina en una oda a los límites sino, en realidad, a lo que esos límites abren. Es una cita (creo) de Lenin: “En la Historia, las cosas buenas suelen ser breves, pero por lo general tienen una influencia decisiva sobre lo que sucede durante largos períodos de tiempo”.

Veremos, dice Javier.

 

Fuente: Cenital - Marzo 2025

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