Una festejadita y a seguir
Todas las respiraciones contenidas se liberaron el domingo a la noche. “Nos merecíamos festejar -dice Raquel Robles-, pero el peligro no pasó”. La derecha hizo la mejor elección de los últimos cuarenta años. La autora tiene, entonces, una propuesta: una festejadita y a seguir. A pensar, a repasar, porque lo que queda vedado de palabra está condenado a repetirse. Aunque podamos ganar las elecciones hay una derrota que asumir, comprender y revertir. Nos derrotaron cuando dejamos de resistir. Es agotador y es bello: recuperar la alegría complicada, caótica y organizada de armar comunidad.
Todas las respiraciones contenidas se liberaron el domingo a la noche. Si nos hubiéramos parado sobre una balanza nos hubiera sorprendido un peso que ni con la dieta más exitosa hubiéramos podido conseguir. Hay algo, sin embargo, que sigue mordiendo el estómago por dentro. El domingo lo adormecimos, porque nos merecíamos festejar, nos merecíamos al menos una noche entera de dormir de corrido. Pero hoy, con el famoso diario del lunes, sabemos que el peligro no pasó. Está instalado cómodamente y no se piensa ir. Y, pensándolo bien, sería hasta bueno no abandonar tan fácilmente esa sensación. Porque la derecha, la derecha porno que exhibe todas sus babas diabólicas, ha hecho la mejor elección de los últimos cuarenta años. La mejor desde que se vota en la Argentina. Porque la derecha ha sido elegida muchas veces, pero nunca con una plataforma tan explícita. Son la segunda fuerza y todavía queda ganarles en noviembre. Me permito, entonces, hacer una propuesta. Teníamos pensado este domingo permitirnos una lloradita y después levantarnos para seguir. Propongo que hagamos una festejadita y pensemos. Sentémonos un momento y repasemos qué fue lo que pasó, porque, ya se sabe, lo que no se recuerda, lo que queda vedado de palabras, está condenado a repetirse.
En estos meses escuchamos mucho aquello de que “ha vuelto la oscuridad”. Pero, ¿y si no estuviera volviendo la oscuridad? ¿Y si nunca se hubiera ido? ¿Y si lo que vivimos fuera sólo ese tiempo de descanso entre látigo y látigo? En 1983 Charly García da en el Luna Park uno de los recitales más increíbles de su carrera. Presenta Clics modernos y ante un país que acaba de elegir presidente por primera vez en ocho años. Apenas ha pasado una semana de ese evento. Antes de cantar Los dinosaurios dice “esta canción ya está como pasada de moda, las cosas cambian muy rápido acá, algunas veces cambian mal, otras bien, hace poco la cosa cambió para bien, se debe haber equivocado la Historia con nosotros, porque siempre cambia para mal”. ¿Y si esto no fuera más que la Historia haciendo fuerza para corregir el error?
Desde 1826, año en que Rivadavia se sentó en un sillón y lo bautizó como propio, hasta hoy, ¿cuántos años podemos sumar de no oír el chasquido del látigo cerca, muy cerca, en el cuerpo? Si pensamos en los gobiernos de Yrigoyen, de Perón, de Alfonsín, de Néstor, de Cristina y si miramos con un solo ojo al gobierno de Alberto, podríamos sumar treinta y tres años. Casi cuarenta años dispersos en ciento noventa y siete.
Creo, y no es pesimismo de la inteligencia, que vivimos en una noche muy oscura iluminada a veces por unos relámpagos de luz, que iluminan, prometen agua, pero también anuncian la tormenta y la tormenta siempre, siempre llega. Y cuando llega arrasa. Sin los beneficios del agua. Sólo tsunamis de terror.
¿Sentirnos no tan mal viendo que en realidad nunca estuvimos realmente bien? ¿No permitirnos sentirnos bien porque la oscuridad está, nunca deja de estar, al acecho? No, no es la idea. No es mi idea al menos. Sólo comparto un pensamiento: lo que llamamos victoria nunca fue tal, y lo que llamamos derrota, tampoco.
La victoria y la derrota no se juegan en las elecciones de la democracia republicana.
La victoria sería que no hubiera ricos ni pobres. Que no existiera el patriarcado. Que no hubiera racismo. Que no nos dominara el imperio heteronormativo. Que las decisiones fueran realmente populares, es decir, discutidas, consensuadas y bancadas por estructuras de base. Que no hubiera chatura cultural. Que los recursos naturales fueran protegidos como lo que son: el frágil hilo que nos sostiene a la vida. Que las niñeces fueran libres y contenidas. Que la vejez fuera festejada y no un privilegio de clase. Que en las escuelas se estudiara la historia de las resistencias populares y que empezara con las civilizaciones que originalmente habitaron nuestra América. Y, sobre todo, que las derrotas fueran asumidas, analizadas, pensadas y debatidas por cada nueva generación. Ninguna elección desde que se vota en nuestro país, o desde que vivimos en democracia después de la dictadura, ha logrado eso. Porque eso no se consigue en las urnas. Se consigue (y ciertamente no será un momento en la Historia, sino una larga marcha) con organización popular. Con poder popular.
¿Qué sería la derrota, entonces?
La derrota es no comprender la derrota. No asumirla. No entender que las razones de la derrota no están en el poder aplastante del enemigo. No sólo ahí. Las razones de la derrota están en el poder que no tenemos. En las oportunidades de juntar voluntades que dejamos pasar. En la solidaridad que no ejercimos. En las organizaciones que no discuten y que sólo acatan. En la delegación de las responsabilidades colectivas en figuras bellamente poderosas. En la ponderación de la rosca por sobre la paciencia del tiempo de la mayoría. En la resignación de la ética por el pragmatismo. En la administración de “lo que hay”. En la resignación de “el cielo por asalto”. En la homogeneización de una estética chata, aburrida, paternalista. En la estatuización de nuestros muertos y muertas, sin recoger su legado, sin escuchar sus contradicciones, sin tomar su palabra ahí donde la muerte les dejó la boca cerrada, para escuchar, entender, debatir, reformular.
Puede parecer el famoso optimismo de la voluntad, pero yo creo que la victoria y la derrota están en nuestras manos. Siempre estuvieron. Sigue estando.
No pretendo negar lo evidente: hay un perverso con una motosierra en la mano, postulado a presidente y millones que lo votaron y la mejor opción contra el mal es resistir para no perder lo que se ha conseguido, lo más básico, el derecho a la vida. Estamos viviendo un momento terrible, desolador, lleno de angustia y de fantasmas. No lo niego, no pretendo minimizarlo ni tampoco hacer una épica vacía del martirologio popular. Tampoco quiero decir, la Diosa no lo permita, que es todo da igual porque todo es capitalismo. No, para nada. Quienes sabemos la diferencia entre no saber si vuelve o no con vida a casa, sabemos muy bien que no es todo lo mismo. Lo que quiero decir es que ganar las elecciones no nos exime de estar alertas, de seguir empujando, de comprender el peligro ominoso de dejarse estar.
Lo que digo ya lo dijeron las Madres en los años noventa: resistir es combatir y combatir es vencer.
Veamos. Desensillemos, que aunque haya aclarado un poco, necesitamos tomarnos un momento para pensar.
Cuando yo era niña, hace tanto tiempo ya, aprendí una máxima que me marcó a fuego. Nadie me sentó y me lo explicó. En ninguna familia católica se sienta a los niños ni a las niñas y se les explica que Dios existe. En mi familia de comunistas nadie daba discursos para explicar la lucha de clases ni cuál era nuestro lugar. Pero todo quedaba claro. Claro como el agua sin contaminar que todavía nos queda. La máxima que aprendí es esta: tu conducta en la vida cotidiana debe expresar los ideales del Hombre Nuevo. Cuando yo era niña era de lo más natural que las mujeres entendiéramos que Hombre Nuevo nos contenía. Tal vez por eso las cosas no salieron como esperábamos. Pero la cosa es que no se podía dejar para la Revolución intentar vivir como queríamos vivir. Había que actuar como si la Revolución ya hubiera sucedido. Porque cuando nuestros vecinos supieran que éramos comunistas tendrían que ver que los comunistas eran vecinos solidarios, capaces de poner en común lo que se tuviera, vecinos que no eran chismosos, que no dejaban de lado a nadie por habladurías, que tenían la puerta de su casa abierta para proteger sin juzgar y que siempre tenían un plato más para poner en la mesa. Y cuando en la escuela supieran que éramos comunistas, tendrían que ver que los comunistas éramos buenos estudiantes sin ser nunca chupamedias. Que estábamos dispuestos a ayudar después de hora a quien lo necesitara. Que no tolerábamos la violencia hacia los más débiles, que siempre estábamos para defenderlos, aunque termináramos tan golpeados como ellos. Que la estrategia para la defensa era siempre la organización de los débiles y que eso era la fuerza. Que defendíamos la educación pública sin resignar la lucha por la educación de calidad. Que entendíamos la lucha de los maestros pero que eso no nos impedía luchar contra ellos cuando defendían posiciones reaccionarias. Y cuando en el trabajo supieran que éramos comunistas, tendrían que ver que los comunistas éramos los más orgullosos de un trabajo bien hecho, pero que nunca jamás seríamos obsecuentes, que éramos los mejores compañeros, los más solidarios y los primeros en defender a los ofendidos. Que luchábamos siempre por mejoras salariales, pero sin resignar nunca el objetivo de que los medios de producción estuvieran en manos de los trabajadores. Que apostábamos por los sindicatos siempre y que siempre buscaríamos la manera de hacer listas de unidad. Que para que ganara la unidad estábamos dispuestos a resignar a nuestras figuras. Seríamos líderes en todos los ámbitos, pero nunca personalistas. (Escribo todo esto en masculino, porque no puedo recordar esa época de otro modo)
Claro que nunca fuimos capaces de esa perfección. Creo que mi tío Ariel estuvo bastante cerca, pero mi hermano y yo sólo hicimos lo que pudimos. Cuando crecimos, cada une tuvo que lidiar como pudo con esos imperativos imposibles. Ser feliz, ser más o menos fieles al deseo, no es compatible con la rigidez del ideal del buen comunista.
Sin embargo, ningune de les dos, ni mi hermano ni yo, tiramos el chico con el agua sucia. Algo se fue, pero algo quedó.
Recuerdo en 1995, después de esa mítica primera reunión de HIJOS en Familiares en la que, por esas cosas de la vida éramos ocho y yo fui una de esas ocho jóvenes almas llenas de furia y expectativa, la cosa empezó a crecer de manera exponencial. La segunda reunión fuimos treinta y la tercera cien. No es una manera de decir, no es una narración. Fue exactamente así. Entonces, alguno o varios, no sé, de los más experimentados de esos ocho, llamamos a una reunión para “organizar un poco el caos”. Nos juntamos una hora antes de la asamblea en el bar de al lado. Charlamos un poco, pensamos estrategias, tomamos algunas decisiones organizativas. Al final de la reunión, mi hermano dijo “es la última vez que hacemos esto, acá no hay lugar para mesas chicas ni para dirigentes, esto que se está armando va a ser lo que tenga que ser, esta organización no puede tener los vicios que hicieron mierda a otras organizaciones.” En ese momento sentí una vergüenza horrible por haber sido parte de ese intento de liderar o manejar lo inmanejable, y a la vez un orgullo enorme porque algune de nosotres hubiera podido hacer con la tradición en la que nos habían educado la mejor síntesis: la organización de la que formamos parte tiene que expresar HOY el mundo en el que soñamos vivir. En ese momento empezamos a vencer. Después de la derrota total, nosotres, los heridos, los frágiles cachorros dejados de la mano de todos dioses, ya no estábamos a disposición del viento. Porque no éramos hijes del viento. Nunca más. Nunca más por mucho tiempo.
Después, algunas victorias tácticas, para muches, fueron victorias estratégicas. Porque claro, había derecho a relajarse. Tanta violencia, tanta pérdida, tanto desprecio sufrido, tanta clandestinidad, tanta muerte, tanta brutalidad, parecían dar derecho a gozar de las mieles del buen trato, de las primeras filas en todos los actos, de ocupar espacios de poder por ser, aunque no se hubiera hecho lo suficiente. ¿Por qué no? Si nos habíamos despreciado por ser, sólo por nuestra estirpe, por nuestra sangre, por nuestra procedencia. Por qué no tomar lo que se ofrecía a manos en jarra. Ay, pero ahí dejamos de vencer. Porque dejamos de resistir, dejamos de combatir, entonces dejamos de vencer.
Había derecho a relajarse, puede ser. Pero a burocratizar los sueños, eso no. No digo los sueños, como una expresión naif y tontolona, como una especie de “tú puedes lograr tus sueños” del campo popular. Digo sueños como una categoría política. Proyectar un mundo donde seamos realmente felices y no conformarse con un mundo donde no nos maten. Crear organizaciones en las que sean regla los valores por los que luchamos.
¿Por qué resignamos el tremendo poder de la decisión asamblearia, de la diversidad asamblearia, de la contención de quienes tenían en el horizonte de la máxima aspiración la cárcel a los genocidas, de quienes querían la revolución socialista y de quienes querían una revolución todavía no intentada? Es lindo ser parte de las mayorías alguna vez. Claro que sí. Después de haber sido una minoría casi invisible, cómo no querer ser (o parecer) hegemonía. Es cómodo (en el buen sentido) esperar la decisión de la conducción en lugar de debatir hasta la última coma del más rasposo volante, hasta altas horas de la madrugada. Sobre todo cuando ya se peinan canas y en casa hay niñes que esperan que volvamos de larguísimas asambleas donde hubo que esperar dos horas sólo para tomar la palabra. Pero ay.
Es cierto también, que no se puede luchar contra el Estado cuando se es parte del Estado. Cuando se tiene la oportunidad de poner en práctica lo que se viene imaginando desde quién sabe cuándo, cómo no tomar esa oportunidad. Cierto es que hubo felicidad cuando se ensancharon las estructuras para dejar entrar todo ese aire de cambio, que no era cambiarlo todo, pero era cambiar mucho (¡ay qué felicidad!). Pero cuando se empezó a dejar de cambiar para administrar, cuando se dejó de incomodar para poner en práctica la política del “no molestar”, ya aquello de ocupar lugares para poder hacer, y se convirtió en ocupar lugar para no perder el poder. Y entonces dejamos de vencer. Y, ya se sabe, cuando se deja de vencer, se empieza a perder.
No es mi intención hacer aquí una evaluación de los últimos treinta años, ni siquiera de los últimos veinte. Sólo apunto algunos momentos en los que confundimos la luz del relámpago con la luz del día. Cuando dejamos de entender que la oscuridad no se disipa por convencimiento, que la oscuridad no se cansa y se va. Que el futuro no llega por decreto ni viene en manos de algunas personalidades. Que eso de “el presente es lucha, pero el futuro es nuestro”, no se termina cuando hay algunas buenas noticias. Ni siquiera cuando hay muchas buenas noticias. No hay descanso para la clase trabajadora. Ni siquiera hay descanso cuando llega al poder. Puede haber traspaso generacional. Puede haber descanso para los miembros cansados de la clase trabajadora, para quienes han dado ya lo que tenían para dar, hay merecido descanso, claro que lo hay. Pero hay que haber podido enseñar lo importante a las nuevas generaciones: el techo bajo tiene el riesgo de caerse y dejarnos a la intemperie.
Esto que nos viene pasando es un desastre. Un desastre en el marco de un mundo hundido en el desastre. Aun con estos buenos y esperanzadores resultados en las elecciones, esto es muy peligroso. Aunque podamos ganar las elecciones hay una derrota que asumir, comprender y revertir. Nos derrotaron en la masacre de la dictadura y cuando permitimos que se les enseñara a les niñes en la escuela que esa generación luchaba para que se pudiera votar en nuestro país, y que eso –votar- es la democracia. Eso, por más que se hagan placas, estatuas, homenajes, a les desaparecides, eso es el olvido. Nos derrotaron cuando dejamos de resistir y toleramos que la militancia se confundiera con una campaña electoral. Pero de esta derrota, de esta derrota con muy posible victoria electoral, podemos salir. Es terriblemente agotador pero a la vez es bello: recuperar la alegría complicada, caótica y organizada de armar comunidad. Quienes nos habíamos relajado, nos toca salir a la calle otra vez. Quienes se formaron en la cultura del acatar, toca salir a disputar. Quienes nunca vivieron la aventura de la construcción colectiva, toca ensuciarse en el barro de “lo nuestro” y abandonar el imperativo de “lo mío”. A todes nos toca resistir. Cada vez que algo se gana, cada vez que algo se pierde, siempre nos toca resistir. Porque la oscuridad no se cansa ni se va. La oscuridad está siempre al acecho. No hay otra manera más que resistir. Porque resistir es combatir y combatir es vencer. Ya lo sabemos, nunca debimos dejar de saberlo: nuestra vida es luchar hasta alcanzar la victoria. Hasta la victoria, siempre.
Anfibia - 24 de octubre de 2023