Una vida que abrió caminos
Venía de una familia de clase media, salteña, con un padre militar, una madre boliviana y 12 hermanos, de donde fue echada a los 13 años. Su papá le dijo que se hacía bien hombre o se iba. Y se fue. Con su trayectoria, deja un enorme legado de reivindicaciones para el colectivo trans, con la Ley de Identidad de Género, sancionada en 2012, como gran mojón. Ayer fue despedida en la Legislatura porteña, con honores, por la comunidad LGBTT y de mujeres, por referentes de la política, por sus afectos. A pedido de ella, sus restos serán llevados a su Salta natal.
Tenía un diagnóstico de hepatitis C que se complicó con la aparición de un tumor. Sabía que no tenía chances de ganar esa batalla y se fue despidiendo de su gente más cercana. El jueves, a través de su amiga y militante trans Marlene Wayar, envió el siguiente mensaje: “Queridas compañeras, mi estado de salud es muy crítico y no me permite reunirme personalmente con ustedes. Por eso quiero agradecerles sus muestras de cariño y transmitirles unas palabras por medio de la compañera Marlene Wayar, a quien lego esta posta. Muchos son los triunfos que obtuvimos en estos años. Ahora es tiempo de resistir, de luchar por su continuidad. El tiempo de la revolución es ahora, porque a la cárcel no volvemos nunca más. Estoy convencida de que el motor de cambio es el amor. El amor que nos negaron es nuestro impulso para cambiar el mundo. Todos los golpes y el desprecio que sufrí no se comparan con el amor infinito que me rodea en estos momentos. Furia Travesti Siempre. Un abrazo”. Su despedida se replicó ayer por las redes sociales.
Desde la Oficina de Identidad de Género y Orientación Sexual, del Observatorio de Género en la Justicia de la Ciudad, que encabezaba desde su creación, en 2013, estaba terminando una investigación sobre el acceso a la Justicia de las personas trans y otra sobre sus detenciones arbitrarias, por vestir prendas femeninas, a lo largo de la historia. Quería exigir al Estado un resarcimiento por la violencia policial sufrida sistemáticamente por tantas travestis. Ella misma había conocido desde su juventud la brutalidad policial, por el solo hecho de ser travesti.
Lohana siempre abrió caminos. Y dio abrazos. Contaba que nació sintiéndose mujer, que desde muy pequeña creía que lo era, que pensaba que con su cuerpo había algún error que sería solucionado más adelante. Recordaba que en su infancia pedía juegos de niñas para las fiestas y que cuando entró a la escuela primaria, empezó a sentir la discriminación del sistema educativo hacia las personas trans: quería formarse en la fila de nenas, pero la ponían en la de varones y ella se plantaba en el medio de ambas, buscando desde entonces su lugar en el mundo. Se fue a los 13 años de su casa, con el ultimátum de su papá, quien había sido militar de joven y terminó como empleado en YPF. Era un niño afeminado y se refugió primero en lo de una tía. Más tarde llegaría a lo de una conocida madama de Salta, de la mano de quien conoció la vida prostibularia. Ya vestía ropas femeninas. Allí empezaría a llamarse Lohana, tomando el nombre de su madre Ana.
De la capital norteña llegó a la ciudad de Buenos Aires en los duros años de la dictadura militar, como tantas travestis expulsadas de los pueblos del interior. Contaba que al principio no encontraba hoteles que admitieran travestis y de noche hacía la calle y de día simulaba ser una turista durmiendo en la plaza del Obelisco.
Lohana solía recordar que a ella la salvó el feminismo. En una reunión que un grupo de antropólogas hacía en el barrio de Flores, empezó a conocer palabras como “opresión”, “patriarcado”, “diferente”. Participó en varios grupos de estudio, entre ellos Ají de Pollo, donde se formó analizando y discutiendo textos fundamentales. Se sumó a la Asociación de Mujeres Meretrices Argentinas (Ammar). Y luego en una Marcha de Orgullo Lesbo/Gay descubrió la Asociación de Travestis Argentina y sintió que ese espacio la representaba mejor. Casi a mediados de los 90, fundó su propia organización, la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual (Alitt). Y en la lucha por su personería jurídica llegó hasta la Corte Suprema de la Nación, que en 2006 avaló su reclamo: antes, la Inspección General de Justicia (IGJ) se había negado a registrarla por considerar que su objetivo social era “contrario al bien común” y esa postura discriminatoria llegó a contar con el visto bueno de la Cámara Civil.
El fallo de la Corte Suprema fue un gran logro. Pero no el primero. A comienzos de 2001, se inscribió en la Escuela Normal N 3 para cursar la carrera de Magisterio, pero notaba que cuando los profesores pasaban lista, no la nombraban. “Falto yo, Lohana Berkins”, decía ella, al final del ritual, cada jornada. Hasta que un día arrebató la lista y descubrió que su nombre de varón seguía allí. Nadie se había tomado la molestia de corregir y anotar lo que ella siempre contestaba “Lohana Berkins”. Cuando faltaba más de una década para la sanción de la Ley de Identidad de Género –y seguramente ni ella soñaba con su aprobación– denunció esa discriminación en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, y consiguió una recomendación, que avaló su reclamo: que la llamaran por su nombre elegido. Esa resolución fue el germen que derivó luego en dos decretos del Ejecutivo porteño, por entonces a cargo de Aníbal Ibarra, para que se respetara el nombre elegido de las personas trans en todo el sistema educativo y de salud de la Ciudad.
Lohana siguió abriendo caminos. Luchó contra los edictos policiales que criminalizaban a las travestis por el solo hecho de serlo. Fue asesora del legislador del Partido Comunista Patricio Echegaray, y se convirtió así en la primera travesti con un trabajo estatal. Desde ese lugar, recordaba, educó a los empleados de la mesa de entradas de la Legislatura a nombrar por su nombre elegido a las personas trans que la iban a visitar. Cuando la filósofa feminista Diana Maffía asumió en 2003 como diputada de la Ciudad, la nombró como asesora en temas de Derechos Humanos, Garantías, Mujer, Niñez, Infancia y Adolescencia, y desde allí volvió a correr los muros y logró que el entonces vicepresidente primero de cuerpo, Diego Santilli, del PRO, le firmara el contrato con su nombre elegido y así figurara también en la cuenta bancaria. Como siempre, Lohana no se quedó con su triunfo personal y fue por más: consiguió que la Legislatura aprobara la ley del nombre para que se respetara la identidad de género en la administración pública porteña. Maffía la elegiría luego para acompañarla como funcionaria en la Oficina de Identidad de Género y Orientación Sexual, que actualmente dirigía.
En su trayectoria, figura también una candidatura a diputada nacional por una agrupación de izquierda. Y la publicación de dos libros fundamentales para la visibilización de la situación de la comunidad travesti en la Argentina: La gesta del nombre propio, que coordinó con Josefina Fernández, y se editó en 2005, y Cumbia, copeteo y lágrimas, de 2007, que compiló, y acaba de reeditar Ediciones Madres de Plaza de Mayo. Entre los datos que revela en esas investigaciones, uno de los más impactantes es la expectativa promedio de vida de las travestis, que ronda los 30 años. En ese mapa federal del colectivo trans encontró que el 73 por ciento no había terminado la educación obligatoria, el 81 por ciento vivía de la prostitución y el 82 por ciento había sufrido violencia policial.
Era abolicionista, se oponía a considerar a la prostitución como un trabajo. Y en la búsqueda de alternativas a ese destino que parecía ineludible para sus compañeras de vida, Lohana fundó en 2008 la Cooperativa Textil Nadia Echazú, que funciona desde entonces en Avellaneda, y se convirtió en el primer emprendimiento laboral gestionado y administrado por personas trans, que venían en su mayoría de la explotación sexual. Ese proyecto fue replicado en los últimos años en otros lugares del país.
En 2010 conformó el Frente Nacional por la Ley de Identidad de Género, una alianza de más de quince organizaciones que impulsó la sanción a nivel nacional de una ley que garantizara la adecuación de todos los documentos personales a la identidad de género vivida y al nombre elegido por las personas y el acceso a tratamientos médicos de quienes soliciten intervenciones sobre su cuerpo. Fue aprobada por el Congreso en 2012. La ley despatologizó las identidades trans, y permitió que en sus primeros tres años de vigencia, más de cuatro mil personas pudieran cambiar su DNI, incluida Lulú, la niña trans que a los 6 años consiguió también la inscripción con su nombre elegido.
Al finalizar una entrevista que le hizo hace tres años en su ciclo “Historia Debidas”, por Canal Encuentro, la periodista Ana Cacopardo le mostró una foto suya y le preguntó. “Esa Lohana. ¿qué te diría?”. Y ella respondió:
“Yo creo que me diría qué largo camino que hemos recorrido. Yo creo que la abrazaría y lloraríamos juntas. No sé cuáles serían sus lágrimas, y cuáles mis lágrimas. Pero sí sé que lloraríamos hasta cansarnos. En ese mismo parque nos abrazaríamos y lloraríamos. En el parque San Martín donde yo empecé a prostituirme. Después nos mataríamos de risa, y... ¡Divina! Irnos a la peatonal así, divina!”.
Lohana se fue el 5 de febrero de 2016. Pero su memoria guiará siempre, como faro incandescente, la lucha de los derechos humanos de todas las personas en el país. Hasta la victoria...
Página/12 - 6 de febrero de 2016