Una educación con sabor
Si hay algo que todos tenemos en común, es que necesitamos comer. Sin embargo, la mayoría de las escuelas no incluyen a la educación alimentaria en los currículos, los jóvenes egresan sabiéndose de memoria las fechas de las batallas patrias; pero ¿saben alimentarse?
Recuerdo aquel miércoles por la mañana. Estaba en el hall de la escuela tonteando con mis amigos cuando empezó a sonar el piano anunciando el inicio de clases, mientras caminábamos por los pasillos le pregunté a un compañero ‘¿Qué vamos a cocinar hoy?’; “Ya sabes”, contestó él, “se decide en asamblea”. No nos dirigíamos al salón, sino a una maravillosa cocina, allí no había pizarrón, teníamos hornallas, no había pupitres de madera, teníamos mesadas de granito. Los cuadernos habían sido reemplazados por tablas de picar y los bolígrafos por utensilios de cocina ¿El objetivo? El de todos los días, tener listo el desayuno intermedio para todos nuestros compañeros antes de las once de la mañana.
El profesor nos esperaba con su característica sonrisa y, como todas las mañanas, nos sentaba en circulo para elegir el menú del día. “¿Qué quieren hacer hoy?”, consultó en tono conciliador: una compañera propuso hacer bizcochuelo, otro insistía con hornear galletas, y nunca faltaba el irreverente que abogaba por hacer pizzas o, incluso, mariscos. Valiéndose de su diplomacia, el profesor nos persuadió de que, quizás, sería una mejor idea preparar una ensalada de frutas con yogurt y avena, y aprovechó para explicarnos los beneficios de cada uno de estos alimentos.
Pero el irreverente insistía: “hagamos pizzas”. El docente, caracterizado por su paciencia y astucia, no se molestaba y retrucaba: “hagamos pizzas de fruta, podemos hacer una masa dulce, ponerle yogurt en lugar de queso y decorarlo con frutas”. Con el menú consensuado, tocaba pasar a la acción y, luego de hacer la lista de compras, salimos al mercado del barrio a comprar lo necesario. El profesor iba al frente, acompañado por algún padre voluntario que nos acompañaba y que velaba por nosotros. Aunque era una ciudad tranquila a las afueras de Barcelona, nunca está de más ser precavido con los niños.
En el mercado él profe nos mostraba como elegir las frutas, nos enseñaba a distinguir la madurez de una banana con el tacto o la jugosidad de una manzana con el oído. En la sección de lácteos una niña agarró un yogurt de frutilla sin mediar palabra, en respuesta, el docente preguntó “¿Conocen el yogurt griego? ¿Quién será el primero en encontrarlo? Es lo que necesitamos para esta pizza” y agregó: “recuerden que tenemos fresas en el huerto”. Después, cuando agarramos la avena, una compañera del Ecuador recordó que cerca de la escuela había una tienda a granel donde compraba su mama y que allí vendían una avena exquisita. No se diga más, salimos del mercado y fuimos hasta allí a comprar la avena, y aprovechamos para conseguir la harina y los huevos.
Al volver a la escuela, un grupo se dirigió a la cocina para organizar las compras y hacer las preparaciones preliminares, mientras que otros íbamos a cosechar las frutillas que habíamos visto madurar durante días en el huerto escolar. Conforme avanzaba el reloj, la cocina dejaba de ser un aula para convertirse en un salón de baile sincronizado: mientras el profesor batía los huevos, unas compañeras pesaban la cantidad de gramos de harina que marcaba la receta y el restó cortaba las frutas sobre las tablas que habían hecho nuestros compañeros del taller de carpintería.
Cuando estábamos cortando las ultimas bananas, el timbre del horno interrumpió la lección de historia del profesor, quien disfrutaba cocinar hablando sobre lo que había leído. La masa ya estaba lista y el reloj marcaba que nos quedaban 40 minutos para terminar la preparación y servir las pizzas. El yogurt griego se desparramaba sobre la masa suavemente, y detrás, unos compañeros iban colocando las rodajas de frutas, para darle el toque final unas compañeras espolvorearon con avena a toda la preparación. Cuando pensábamos que estaba todo listo, una amiga dijo “¿Y las olivas?” y, aunque casi no teníamos tiempo, el profesor fue sorprendentemente resolutivo y contestó: “ponle uvas”.
Cuando estábamos cortando las ultimas porciones para poder repartirlas, la música comenzó a sonar marcando el inicio del recreo. Para celebrar que cumplimos el objetivo, nos comimos las pizzas más pintorescas y salimos a jugar con el resto de los estudiantes, el recreo se tenía que disfrutar al máximo, ya que sabíamos que después nos tocaba limpiar todo el desorden que habíamos hecho y dejar la cocina en óptimas condiciones para el día siguiente.
Niños y niñas jugando en el patio de la escuela El Martinet. /Escola Institut El Martinet/.
No mucho tiempo después, mi madre me dio una noticia que me dejó atónito: “el mes que viene nos mudamos a la Argentina, ya compré los pasajes”, dijo angustiada por la crisis financiera desatada en 2008 y la lejanía con la familia. Así, volví a mi país natal, una nación a la que había venido unas pocas veces de vacaciones y cuya cultura conocía en base a algún documental o las charlas y recetas de mi padre. Él solía hablarme de los próceres o de ídolos como Charly García, y cocinaba platos argentinos para recordar el sabor de estas tierras, ayudado por un carnicero uruguayo que nos guardaba los cortes más preciados y un mercader pakistaní que importaba yerba mate.
Al llegar a la Argentina, me inscribieron en una escuela primaria de la Ciudad de Córdoba, un cambio drástico y shoqueante para mí. La música armónica había sido reemplazada por un timbre estridente, los olores a especias por fragancias artificiales de productos de limpieza, los debates con el profesor por dictados y, en lugar de huerto, lo único verde que había en el patio eran los yuyos que burlaban al cemento y surgían desde las grietas.
En el recreo, cada uno comía lo que había llevado de la casa y, quien tenía algunos pesos, podía comprar en el kiosquito de la escuela algún alfajor o pebete. En esa tiendita no había ensaladas de frutas, sino envoltorios brillantes de ultraprocesados, no había jugos naturales, sino gaseosas y sobres de saborizantes sintéticos. No creábamos, consumíamos. Recuerdo que una vez mi madre me dio una banana para llevar a la escuela, al comerla en el patio me gane la burla de mis compañeros, que comparaban a la fruta con un falo.
Después, pasé por otras cuatro escuelas, cada una diferente, pero con el mismo núcleo compartido: la desconexión con la alimentación. En tercer año de la secundaría entré a la Escuela de Bellas Artes de la Ciudad de San Luis, una propuesta educativa de doble turno: a la mañana teníamos clases normalmente y, luego del almuerzo, iniciaban los talleres de arte, yo estudiaba dibujo ya que no tenían taller de literatura o de teatro, que era lo que me interesaba.
El detalle es que, sabiendo que el currículo obligaba a los estudiantes a quedarse a almorzar, la escuela no tenía una cocina, no brindaba alimentos y ni siquiera contaba con un comedor para comer lo que habíamos traído de nuestras casas, nos sentábamos en la vereda bajo el árbol para charlar y engullir rápidamente para volver a clases a tiempo. Algunos amigos con situaciones económicas delicadas no tenían comida, y procurábamos guardarles una porción para que no se desmayen en la escuela.
Años más tarde, un profesor de la Universidad Nacional de San Luis me invitó a formar parte de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria y Bioética del Sur, un concepto muy novedoso para mí. Sin embargo, mientras más profundizaba sobre ello, me di cuenta de aprendí el concepto no desde la teoría, sino desde la experiencia, no desde los libros, sino desde la práctica. Ahora, después de recorrer este viaje catártico a lo ancho del Atlántico, pienso ¿Cómo no nos enseñan a alimentarnos? Quiero decir: en cuarto año tuve que memorizar el teorema de Pitágoras para aprobar matemáticas (al no haberme visto en la necesidad de utilizarlo, ya me lo olvidé), sin embargo, todos los días tengo que cocinarme para comer, y de no ser por mi experiencia excepcional y utópica, no tendría las herramientas para hacerlo.
Hace poco leí una nota poco sofisticada en un diario local que hablaba de “las mejores dietas para una vida saludable”. No me meteré en ese embrolló, porque hay un profundo debate entre los nutricionistas y los profesionales de la salud en torno a ello (amerita un ensayo aparte). Pero si puedo afirmar que la comida casera es el pilar, una hamburguesa de una cadena multinacional es comida chatarra; pero si la hacemos en nuestras casas con harina, carne picada y verduras, se convierte en un plato aceptable.
Al comer casero eliminamos de nuestra vida muchos de los aditivos que contienen los ultraprocesados y así, una comida que a priori es insana, puede ser una buena alternativa y, además, es conveniente económicamente. Esa es, al fin y al cabo, la lección que me dieron aquel miércoles, que no la anoté en ningún cuaderno, pero que recuerdo cada vez que saboreo un yogurt griego.
Fuente: Eco Press - Octubre 2025