Nunca es el momento exacto

Martín Rodríguez

Dos peronismos de provincias principales perdieron ayer. El de Córdoba, un poco porque el “cordobesismo” fue dividido, y más aún porque cuando su electorado se nacionaliza se organiza contra el kirchnerismo. Córdoba puede ser peronista, pero kirchnerista, jamás. Y el de la provincia de Buenos Aires, donde toda la experiencia kirchnerista después del largo viaje se reabsorbió en pura heredera letrada del duhaldismo. Achicó la Argentina para agrandar su fuerza bonaerense que mira el resto del país como un panal de recursos para su sostenimiento. Lo que dignamente inauguró Duhalde al obtener su 37% de votos en octubre de 2001, en medio del voto bronca, la crisis y que el kirchnerismo terminó sobre-ejecutando: ser el partido del Conurbano y el inhibidor de cualquier renovación. Ahora vendrá un menú de interminables pases de factura, interna de la interna, y todos los torcimientos para no dejar en evidencia lo evidente y que en dos años el “cierre de listas” tenga el mismo procedimiento expulsivo en torno a la “lapicera”. ¿Y entonces? Entonces, aun en lo que parecía el peor momento del gobierno, el gobierno ganó reafirmando que el anti kirchnerismo es la fuerza nacional más potente. Una fuerza que el triunfo bonaerense del 7 de septiembre alarmó. Dirá Lorena Álvarez, subiendo la apuesta, que el anti peronismo es la fuerza popular de la Argentina. Así parece. Un grito federal que se encarna cada vez que lo quieren llevar a ese pasado hecho con una mezcla diversa: desde sojeros hasta trabajadores que no conocieron ese mundo de derechos del que prometen su vuelta.   

Milei pasó la prueba en su segundo (y peor) año, con el caso inédito de un gobierno prácticamente intervenido. Mientras Trump hace una coreografía guerrera en el Caribe, en el sur salvó a Milei con un puñado de dólares. La maravillosa autonomía de la política nos regala que quienes saludaron desde el peronismo tardíamente ortodoxo la llegada de Donald Trump al poder (viendo en el veterano neoyorquino una Internacional Justicialista) podrían haber festejado que Milei le regalara su gobierno.

Pero Milei ganó. Lo que hace seis meses parecía natural, y hace dos semanas imposible. Nadie la vio. Como nadie vio los 14 puntos de diferencia de Axel hace dos meses. Hay que mirar un poquito para atrás, entonces, para ver la raíz de esta nueva “novedad”. Porque esta novedad tiene raíz.    

… 

Si buscás en tus redes sociales cuándo fue la primera vez que nombraste a Milei la respuesta no te sorprenderá. ¿Un tuit irónico de 2016? ¿Un comentario al pasar, en Facebook, de 2018? ¿Un apunte cínico en Pandemia sobre las mil caras “terraplanistas”, como se decía en ese entonces a los opositores al solemne “gobierno de científicos”? ¿Cómo fue tu “primera versión de la Historia”? Mi parte: me recordaba mucho en ciertos gestos -el temblor de voz, la impresión “desequilibrada”, a punto de estallar- a Ricardo García, el marido de Adriana Aguirre. Un tipo que pasaba de imitar (mal) a Sandro a discutir abrazado a su mujer, y que podía terminar en un rincón del estudio balbuceando “ayuda, ayuda”. La televisión como hospital de día. ¿Levante la mano quién no subestimó a Milei? Y como vivimos ese futuro que profetizó Claudio Uriarte (el día en que todos seremos “periodistas” llegó, aunque llegó en la etapa de panelistas, cronistas, influencers), la pregunta no es: “¿qué estabas haciendo cuando, por ejemplo, cayeron las Torres Gemelas?”, la pregunta es cómo contaste la caída de las Torres. ¿Cómo contaste a Milei? La respuesta: me tomé en serio a Milei cuando me di cuenta que el gobierno del Frente de Todos no se tomaba en serio a sí mismo. Me tomé en serio a Milei cuando me di cuenta que los profesionales de la política lo “adornaban” para cagarles los planes a los otros profesionales. Me tomé en serio a Milei cuando una vendedora de un local de comida por peso y un pescador del sur bonaerense me dijeron en 2023 “voto al Peluca”, y había en esos vozarrones un rastro de algo desconocido, oscuro y real. En este país de “políticos profesionales”, de baqueanos de lobby de hotel, de polarizados intensos y toda esa “clase política” que acumula fracasos con la habilidad vidriosa de que no se les noten, parecía que sólo podrían egresar outsiders con visado de “miserabilismo social”, “historias de superación”, o con el sello de alguna “identidad” (y su marcha del orgullo al día). Pero nunca creímos que podía llegar al que todos veían como un roto, un loco, un medicado a medias como Milei… Un Ricardo García.  

Aunque en su biografía hubiera “señales” contradictorias. Milei se crió en el semillero de Eurnekian. Estaba ahí. Compartía vestuario con la clase política en los estudios de televisión, en clases universitarias, en las plazas. (Cuando Milei dice casta, es porque la conoce.) Y también él era el efecto democratizador del 2001: una arena pública más sucia, abierta, cualunque, sin los protocolos pomposos del “consenso del 83”. Era el resultado de una democracia de cuatro décadas en la que todas las opciones ideológicas fracasaron. Sin derechas o izquierdas, pero con arribas y abajos que con mucha ideología querían encubrir. Y si todos fracasaron, ¿por qué no tiene derecho “la escuela austríaca”?, habrá pensado. Y entonces hubo que tomarlo en serio, se escribieron muchos “¿Qué es esto?”, ese “boom editorial” amasado por el ejército de reserva de las ciencias blandas que hacharon un bosque de noche e imprimieron cientos de libros de día para explicar “el fenómeno”. Y se armó un juego de espejos enloquecedor: todos a la vez hablando del fenómeno, y nadie nunca no estaba explicando el fenómeno. ¿Y el fenómeno? Ocurría en un país con el PBI congelado hace pila de años, sin que crezca el empleo privado, una informalidad creciente y un razonamiento popular sobre los nuevos privilegiados: a los que “salva el Estado”. ¿Qué nos dio? Que a través de Milei entendimos la sociedad en que vivimos. Y aunque anoche ganó, y aunque un día se irá (¿quién le asegura su reelección?), quedarán los rotos. Como todo político que existe, existe porque “inventa” su pueblo, y su pueblo queda: ya es parte del mar. Ayer, vestido de traje sobrio, dio el discurso ganador de un político que maneja su locura, no el de un loco que maneja su política.  

Pasan los gobiernos, quedan los rotos

La lista de gobiernos que comenzaron desde 2011 coincide con el quiebre de una economía incapaz de crecer: la década perdida de la grieta convertida en la década tarada, como la llama Facundo Pedrini. Todos los gobiernos caminaron derecho al basurero de la Historia desde 2011. No dejaron más que burocracias, audiencias calientes en debates sin solución. Giro lingüístico para hervirnos. Y esa habilidad democrática rompió la exigencia: ya no es difícil ganar una elección. Lo difícil es gobernar, transformar, hacer algo más que cuidados paliativos. Y Milei aprovechó esta decadencia y emergió de su contrario: hay que romper los tabúes. “El remedio es el veneno”, dijo. Como dijo Duhalde de la Convertibilidad, dijo Milei de estos “consensos”. Y prometió represión, dolarización, ajuste. Y si bien no todo ocurrió tan así, al menos se ató al mástil de dos variables: dólar barato e inflación en baja. Y al método (el ajuste) lo transformó en un fin a riesgo de intercambiar angustias (del miedo a la hiperinflación al miedo a la híper recesión). Y lo de atarse al mástil fue en serio. Milei es un bicho cortoplacista del siglo 21, sin paciencia. Se exigió logros en tiempo récord. Su primer año sobró a medio mundo. Recordemos “un tema” del año pasado: los 100 mil millones de pesos para la SIDE que Santiago Caputo transformó en un presupuesto participativo en twitter. Y un año después la SIDE es otro organismo fantasma que no le sirve al gobierno ni para prevenir quilombos. Pero tuvo la suerte de su lado: cuando parecía caerse, lo sacó a superficie la intacta fuerza social del anti kirchnerismo. Ese sujeto que “las ciencias sociales” no quieren terminar de ver porque es terminar de ver la impugnación a la parte privilegiada que les toca, el sueño de volver al poder en esa alianza kirchnerista que los necesitará. Pero ese voto federal, que arropa a Milei, va de abajo hacia arriba con menos elegancia que el protocolo de las “Provincias Unidas”, y todos esos políticos de centro que imaginan una proyección comprando circuitos como el de Guillermo Seita: hacer política sin mover el culo, con entrevistas calculadas, cenas de círculo rojo y artículos a medida. Una visión corporativa con pies de barro.

 Ella tiene un hijo en Caracas. Labura y gira guita. Sueña con traerlo. Nunca es el momento exacto 

¿Qué cambiará con este voto? La crisis mañana existe, el ajuste continúa y la recesión se ordena puertas adentro, es una administración agobiante en esas tantas familias endeudadas -que por el Banco Central sabemos que ya deben más del 130% de su sueldo a bancos y billeteras-. El infierno de una economía familiar podría ser una explicación fácil del invierno demográfico: si en vez de trabajar para vivir, vivo para trabajar, para qué traer niños al mundo. La crisis continúa. Pega en el medio. En todos. En los que están en la lona y en la vida de una arquitecta que vendió su casa y aún no termina de cubrir los requisitos del crédito y tiene que salir a alquilar con la guita en el colchón. ¿Había anoche alguna euforia si te corrías dos cuadras del bunker libertario? Crucé la ciudad anoche. Fue como atravesar una nube de silencio.   

En la mañana del viernes anterior a la votación, en la Iglesia del Carmen se podían contar diez personas dispersas en el templo. Muchos de ellos volverán hoy. Se votó. Pero Jesús no se cae al agua. Cada una de las personas está sola, en lo suyo. Y así será. El barrio fronterizo entre la zona próspera y el San Nicolás de los tribunales es un bullicio. A las 12 cada día suenan las campanas. Y las campanas suenan para los viejos que toman su café americano en Brando, para la vendedora de flores de cara andina, para el diariero que recicló el puesto en venta de pelotas y juguetes, para los que ranchean apoyados en las rejas de los canteros de la cuadra que termina en Callao, para las señoras que tiran semillas a las palomas, para los empleados del Havanna, para el de seguridad del Mercado Municipal de mitad de cuadra, para el gangoso de la verdulería, para los chicos de uniforme de El Salvador que comen empanadas de parado y sonríen con acné. Suenan las campanas para los salvados y los insalvables. Para los que votaron a Milei y los que no. Hasta las 1 y media de la tarde la iglesia está abierta. Es antigua, tuvo entre sus feligreses a Tita Merello, que dejó lindísimas anécdotas de cómo juntaba el diezmo, el arte de sacarle un mango a alguien. Y cuando la Iglesia abre, después de las 10, un muchacho enciende una a una las velas de San José, de San Cayetano, de la Santa Teresita. Ese viernes una mujer venezolana hacía una videollamada a su familia, quería que vean a Santa Teresita. Ella tiene un hijo en Caracas. Labura y gira guita. Sueña con traerlo. Nunca es el momento exacto. Lo que hasta hace un tiempo parecía propiedad exclusiva de migrantes (manejar Uber, Cabify, pedalear Pedidos YA), ahora se extendió. La “máquina de integrar argentina” es curiosa: de la pelea de taxistas y choferes de uber a los taxistas que también se bajan la aplicación. ¿Cuánto más aguantan las aplicaciones hasta desfondarse? La mujer habla bajito con su hermana por videollamada. Hay uno, sentado cerca, con un bolso que no se sabe si tiene ropa o herramientas. Lleva horas con los ojos cobrizos clavados en el corazón de Jesús. El que enciende las velas dice que pasa horas así. La venezolana dejándole un mensaje a la hermana me recordó que esa palabra vidriosa (“geopolítica”) es una máquina de atrapar boludos: lo vemos en este peronismo bajo “control de calidad ideológica cristinista” con candidatos que no pueden decirle dictadura a una dictadura. Incluso deseando que Trump no les declare la guerra y los haga polvo en segundos. ¿Dónde se ponen a las víctimas de un régimen, a los que tuvieron que abandonar su país, que trabajan en cosas que los hijos de los dirigentes no harían jamás? En Argentina tendríamos una ventaja: empezar por mirar Venezuela en la suela de cada venezolano migrante y trabajador real. Empezar de abajo. Sin geopolítica con culo ajeno, como los Atilio Borón con guayabera, casa con jardín, conversatorio sobre la amenaza imperialista a Maduro, que cuando suena el timbre, llega la comida, la trae un venezolano… y no lo ve. Tanta geopolítica no te deja ver el mundo real.

Se va este octubre cumpliendo ochenta años de eso que llamaron “aluvión zoológico”, “subsuelo de la patria sublevado” y “espíritu de la tierra”. Todas las metáforas (a favor o en contra) remitían a la invasión inesperada en los “jardines de la República”. Era lo no visto, trabajadores que no eran la “auténtica” clase obrera, según la prosa conservadora. Pero el 17 de octubre tuvo una pequeña “trampa” de Perón contra quienes pedían que hablara rápido y vaciara la plaza: cuando él, en cambio, pidió para el final contemplar durante quince minutos esa plaza llena. Esos quince minutos rozados un poco por la eternidad de una clase trabajadora concreta, real, en mameluco y con manos callosas. El centro de gravedad de todo el siglo 20 está en esa suspensión: quince minutos de contemplación. Y por eso, lo que lega aquel 17 sigue siendo la capacidad argentina de hacer visible lo invisible, de quitar la mirada del pedestal mitológico y endogámico para ver lo que está afuera, lo que es el trabajador, la forma del trabajo, las soluciones concretas para todos esos que, el día después de una “elección histórica”, siguen estando solos y esperan que se les conceda la serenidad para aceptar las cosas que no pueden cambiar, el valor para cambiar las que pueden y la sabiduría para reconocer la diferencia.

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