Nuevas fronteras del sentirse joven
Lo que hoy conocemos como juventud no es una creación de la naturaleza sino el saldo social de un momento histórico determinado, en este caso de la prosperidad de la posguerra, un período de crecimiento económico y ampliación de los derechos sociales que incluyó la creación de poderosos Estados de Bienestar, en Europa pero también en países de desarrollo medio como el nuestro. Los “años dorados”, según la clásica definición de Eric Hobsbawm, incluyeron un ensanchamiento de las clases medias, una extensión de la educación universitaria y la emergencia de una cultura juvenil incipientemente globalizada. Si se piensa bien, casi todo lo que hoy asociamos instintivamente con la idea de juventud, de la música rock al héroe que vive rápido y muere joven, de la utopía guevarista a la Lonely Planet, nacieron en aquellos años.
Así, la juventud se fue estirando hasta transformarse en un período largo y bien definido, una verdadera categoría social que se hizo visible en la serie de rebeliones estudiantiles encadenadas que estallaron hacia fines de los 60: el Mayo Francés, Tlatelolco, el Cordobazo. Partiendo de esta idea de la juventud como un sujeto social históricamente construido, Pierre Bourdieu creó lo que quizá sea la definición más clásica: la juventud –dice– es una “moratoria social”, una etapa que comienza cuando las personas adquieren la capacidad de reproducción y finaliza cuando asumen una serie de responsabilidades vinculadas al trabajo y la formación de un nuevo núcleo familiar. Por supuesto, la juventud está cruzada por otras categorías. La primera es el sexo: el hombre no está presionado por los ritmos biológicos que la maternidad le impone a la mujer y que ésta, por más avances técnicos que ayuden a estirar la etapa reproductora, no deja de recordar, ese reloj biológico insistente que condiciona el modo en que unas y otros viven la juventud. La otra categoría es la clase social: los hijos de las clases medias tienen más chances de extender la etapa juvenil gracias al soporte paterno, lo que les permite estirar los años de estudio y permanencia en el hogar familiar, tibio y de heladera llena, mientras que los jóvenes de los sectores populares muchas veces se ven obligados a buscar tempranamente un trabajo para subsistir: esto, sumado a fenómenos crecientes como la maternidad adolescente, lleva a un ciclo vital más acelerado.
A la vez, los jóvenes de los hogares más acomodados están más conectados y globalizados, de modo tal que es probable que un joven de clase media de Buenos Aires escuche una banda de música, mire un programa de televisión o lea una revista no muy diferente de la de uno de San Pablo, Madrid o Santiago, mientras que aquellos que pertenecen a los sectores populares están más atados al barrio y a la comunidad que los rodea. No sólo el horizonte temporal de la juventud, también el geográfico se vive distinto según la clase social a la que se pertenece.
Pero las cosas son todavía más complicadas. Hasta hace no tanto tiempo, las trayectorias vitales de las personas estaban bastante definidas: de la educación al empleo en los hombres, y de la educación al matrimonio y los hijos en las mujeres. Sin embargo, los cambios registrados en los últimos años en la economía y la sociedad, junto a tendencias también recientes como la feminización del mercado laboral, alteraron drásticamente este mundo feliz de trayectorias lineales, y definieron un contexto cuyo rasgo central es una desestandarización de los itinerarios de los jóvenes, que ahora pueden pegar el salto hacia alguna dimensión de la adultez mientras demoran el avance en otras.
Como consecuencia, la juventud es cada vez más una categoría multidimensional, en el sentido de que se puede ser “joven” en un aspecto de la vida y “adulto” en otro. Se puede, por ejemplo, desempeñar un alto cargo gerencial o político sin haber formado una familia, o tener esposa e hijos pero seguir viviendo en el hogar familiar y no haber alcanzado la auto-sustentabilidad económica.
Juan Martín Bustos (Le Monde diplomatique Nº 155) explica que en el pasado nunca se nos hubiera ocurrido definir como jóvenes a Dante Caputo (40 años cuando asumió como ministro), Gustavo Beliz (31 años) o Domingo Cavallo (42 años cuando fue designado canciller), y que en cambio hoy no dudamos en calificar como tales a Martín Lousteau (37), Axel Kicillof (40) o Hernán Lorenzino (39). La diferencia no es puramente estética, aunque el peinado de Lousteau y los cuellos Mao de Kicillof ayuden, sino estructural: Cavallo tenía ya dos hijos adolescentes cuando llegó al Ministerio y en cambio Lousteau todavía anda de parranda por ahí.
En este marco, el debate acerca del voto a los 16 años forma parte de un movimiento hacia la baja en la adquisición de los derechos políticos en diferentes lugares del mundo: es interesante, por ejemplo, que en Uruguay los jóvenes de 14 años puedan elegir a las autoridades del Frente Amplio. Y en este sentido el proyecto implica una ampliación de derechos en algún sentido comparable a la Ley de Voto Femenino sancionada durante el primer peronismo, la Ley de Derecho al Voto (que garantizó el voto de los negros) aprobada en 1965 en Estados Unidos o el voto universal (que habilitó el sufragio de los indígenas) establecido en Bolivia por la Revolución Nacional de 1952. Con una salvedad: la condición de sexo, color de piel o etnia es permanente, mientras que la juventud es por definición transitoria.
Pero lo central es que hablamos de una juventud con características propias, por el manejo innato de las nuevas tecnologías, por el hecho de haberse socializado en un contexto plenamente democrático y al mismo tiempo de recurrentes y fortísimas crisis económicas, y por los cambios más globales en el mundo del trabajo, la familia y las costumbres.
Al frente de una repolitización con ejemplos en diferentes países del mundo (de los indignados españoles a los rebeldes árabes, de los estudiantes chilenos a La Cámpora), la juventud actual está logrando un protagonismo inédito, justo en el momento en que ser joven es algo completamente diferente de lo que era.
Revista Ñ - 6 de noviembre de 2012