Toreros, Taburete, el Metro y los temporeros
El rico se contagia bailando, el pobre trabajando. Elegir cómo hacinarte es también un privilegio.
Suena el himno de España. Los móviles de más de cinco mil personas empiezan a grabar el momento de exaltación patria, algunos con mascarilla, otros sin ella, ninguno respeta la distancia de seguridad por decisión propia. Es una plaza de Toros en el Puerto de Santa María. Al coso acuden miembros del PP y Santiago Abascal a ver torear a Morante y Enrique Ponce. El líder de VOX se hace fotos con señoras sin taparse el boquino. Señoritos y consortes de toda Andalucía acuden a su momento de esparcimiento en el que todos gritan y dan olés. Que Viva España, grita la plaza. Pedro Sánchez sepulturero, piensan hacia adentro. Los contagios aumentan.
Son las seis de la mañana. Una cocinera de la periferia sur de Madrid se prepara el desayuno antes de ir a su puesto de trabajo. Es el único sueldo que entra en casa después de que no renovaran a su marido con un trabajo temporal. Tiene miedo, durante el confinamiento no salía mucho de casa porque tiene obesidad moderada y diabetes tipo 2. Es una persona de riesgo, hizo caso escurupuloso a las recomendaciones y ni siquiera salía a hacer la compra. Cuando la actividad se reanudó la recuperaron del ERTE, tuvo imnsomnio la noche antes de reincorporarse por el miedo a contagiarse, no tiene otra opción. Su familia no come si ella no trabaja. Saca de un sobre la mascarilla fpp2 que lleva usando toda la semana, intuye que con tanto tiempo de uso la efectividad es casi nula, pero no puede permitirse comprarse una cada día y piensa que aún así será más efectiva que una lavable de tela de esas tan bonitas que lleva su hija.
Suspira antes de abrir la puerta y colocarse la mascarilla que ya desprende cierto mal olor de tanto uso. Llega al andén del Cercanías y busca alejarse lo más posible de los tornos para que los que llegan con premura no abarroten más aún su vagón. Lo ve venir y vuelve a sentir miedo. Viene hacinado. Pero tiene que entrar, llegará tarde al trabajo si lo deja pasar y sabe que el próximo vendrá igual o peor. Sube al vagón y viaja con la cabeza agachada con la falsa sensación de seguridad que otorga no ver que tienes a varias personas pegadas a ti después de recibir miles de alertas a autoridades sanitarias y medios sobre la importancia de la distancia de seguridad y evitar lugares cerrados abarrotados. Mitad del viaje. Transbordo en metro, le toca esperar en un andén abarrotado a un vagón más lleno que el tren del que se bajó. La sensación es aún más agobiante. Llega a su destino, sale del subterráneo y camina aliviada los 10 minutos hasta su puesto de trabajo. Le esperan diez horas cocinando junto a dos compañeras más en un espacio minúsculo. A veces tose, nerviosa, y espera que solo sea alergia. Los contagios siguen aumentando.
Gala Starlite. Marbella. Una de las fiestas más exclusivas de la burguesía andaluza. Presumen en sus redes de respetar toda la normativa sanitaria y procuran transmitir ejemplaridad. Sala de conciertos con la actuación de Taburete, el grupo musical pijo del momento con el hijo de Bárcenas y el de Díaz Ferrán como estrellas. El público en las gradas canta con todas sus fuerzas. Las mascarillas son una excepción, bailan sin respetar la distancia, se abrazan, gritan. Disfrutan de un momento de ocio en la distinguida ciudad malagueña, tienen unas buenas vacaciones y hay que olvidar el confinamiento. Ya han olvidado las cacerolas. A pesar de los esfuerzos de la organización por mantener la sensación de respeto a las normas sanitarias, uno de los asistentes graba desde el público y lo sube a redes sociales. La habitual impunidad de los de su clase provoca estas imprudencias. Ahora toca disimular, mañana volverán a salir, a los toros, a una fiesta o a un concierto, donde les dé la gana, por su libertad, sin que nadie se lo impida. Ni ley ni orden. La curva sigue ascendiendo.
Son las cuatro de la mañana. Un labriego senegalés recoge de los pies del camastro de la habitación en el piso de Delicias en Zaragoza que comparte con diez compañeros el pantalón corto y el polo que había apoyado la noche antes después de más de catorce horas de trabajo. En media hora una furgoneta los lleva al tajo a recoger fruta. Todos juntos en el transporte, es una hora hasta las explotaciones de Sástago, con las mascarillas que cada uno usa en el trabajo. Es la única que tiene y ya empieza a deteriorarse. Trabaja en el almacén. Un lugar cerrado con cientos de temporeros como él. Comparten vestuarios, baños, espacios para comer, y cada uno se protege como puede. Pero al comer se tienen que quitar las mascarillas y el trabajo no permite desinfectarte las manos con la asiduidad que recomiendan. Al volver a su habitación en Zaragoza le dicen que mañana no puede ir a trabajar. Un compañero ha dado positivo y tienen que guardar cuarentena. Los diez, en un piso. Pero tiene que trabajar. Tiene que trabajar para comer. El gobierno de Aragón ha decidido que la policía patrullará por el barrio de Delicias, donde muchos de temporeros comparten espacio, hacinados, para impedir que algunos de ellos, infectados, salgan de su cochambre para poder ir a ganarse la vida. Piensa que le hubiera venido bien la policía en ese almacén donde trabajaba antes de enfermar. Los contagios se han disparado.
Esto es lo que llaman libre elección. El modo en que cada estrato social se expone al contagio lleva asociado un componente de clase perpetuado por la acción u omisión de las instituciones. Taurinos, pijos y señoritos eligen juntarse a miles para divertirse y exponerse a un riesgo que compartirán con la clase trabajadora que no habrá tenido más elección que servirles en un restaurante, picarles la entrada o prepararles la comida. El rico se contagia bailando, el pobre trabajando.
El Diario - 8 de agosto de 2020