Un mundo en transición
La entronización de las finanzas, iniciada en la década de 1970, consolidada por el gobierno de Ronald Reagan y desbocada a partir de la derogación en Estados Unidos, en 1999, de la Banking Act (2), fue impuesta tras la caída del Muro de Berlín a todo el planeta como un “Consenso” –aunque sólo fuera el de Washington– a través de los organismos multilaterales de crédito, por medio de relaciones incestuosas con los poderes políticos vernáculos. De la mano de la revolución de las telecomunicaciones, la fuerza centrípeta de los mercados fue arrasando con sus espejitos de colores a la periferia –Tailandia, Corea del Sur, México, Brasil, Rusia, Turquía, Argentina–, recortando salarios, deslocalizando trabajo hacia países con mano de obra esclava. Destruyó bienestar y acentuó desigualdades hasta que se le fueron achicando los espacios y no le quedó más que volverse sobre sí misma. En septiembre de 2008 hizo implosión y provocó una profunda recesión en los países desarrollados.
Las consecuencias globales de este estallido son aún inciertas, pero se perciben signos de una deriva autoritaria. A la naturalización de la presencia de la extrema derecha en la vida política europea y estadounidense, se suma la erosión lenta, sigilosa, del sistema de libertades y derechos sociales, individuales y políticos que constituyó el orgullo del mundo occidental de posguerra. Con sus resultados a la vista de todos, este capitalismo del desempleo no puede más que imponerse a través de la fuerza. Entonces, armados de un discurso securitario, los representantes de las finanzas avanzan sobre las conquistas de los ciudadanos. Mientras éstos, bombardeados por los medios de comunicación masiva, estrangulados por sus penurias económicas, se someten ante la espada de Damocles cotidiana que constituyen los índices bursátiles y las calificaciones de riesgo país.
A fines de 2011, el presidente estadounidense Barack Obama firmó la National Defense Authorization Act, una ley que refuerza la nefasta Patriot Act de George W. Bush, y que permite que en la “tierra de los libres” todo ciudadano sospechado de terrorismo sea encarcelado en prisiones militares, por tiempo indeterminado, sin derecho a defensa (3). En España, ante la creciente indignación social, el presidente Mariano Rajoy anunció su intención de considerar “delito de pertenencia a organización criminal la convocatoria a través de cualquier medio de comunicación de actos que alteren gravemente el orden público” (4). En Italia –que reinstaló leyes raciales propias del régimen fascista– y en Grecia, virtuales golpes de mercado instalaron en el poder a tecnócratas provenientes del mundo de las finanzas. El Reino Unido, por su parte, prevé controlar por ley todas las comunicaciones por internet. Lo que una vez fuera el Primer Mundo se encuentra en vías de subdesarrollo.
En este panorama, el auge de las grandes empresas tecnológicas, cuyo valor bursátil crece en la misma medida que su capacidad de almacenar información de los ciudadanos, constituye la nueva apuesta del capitalismo (Schiller, pág. 38). Convertidas en una nueva divinidad por parte de los consumidores compulsivos del planeta, las tecnologías móviles digitales serán las futuras armas de las luchas sociales. De liberación para los dominados, de control para los poderosos.
Cooperación y armamentismo
La política belicista estadounidense, respaldada por su Alianza Atlántica, y su embestida contra los principios fundamentales del derecho internacional de posguerra constituyó la otra cara de esta fuga hacia adelante del capitalismo. Obnubilado por su condición de única potencia global tras el derrumbe de la Unión Soviética, Washington buscó en la cruzada civilizatoria contra el mundo musulmán, el poder –interno y externo– y los recursos que la economía le empezaba a retacear. Creyó en el uso de la fuerza como única ratio y fracasó, dilapidando en el transcurso de una década su poder unilateral. Pero Estados Unidos sigue siendo aún por lejos la mayor potencia económica y militar mundial y mantiene a una extensa porción del planeta, que se extiende del Cuerno de África a Pakistán, pasando por Irak y Afganistán, sumida en la guerra, sin que nadie lo moleste, a excepción de los pueblos árabes.
En este contexto, un grupo heterogéneo de países sacó provecho de los resquicios de la globalización para desarrollar sus economías. En primer lugar, China, que tomó la decisión a fines de los 70, de llevar sus aspiraciones al nivel de sus dimensiones geográficas y a la altura de su historia. Explotando a sus trabajadores socialistas, el gigante asiático produjo la mayor revolución industrial contemporánea, “combinación de rápido desarrollo capitalista y dictadura política” (5). Hoy aspira a destronar a la potencia norteamericana, y amenaza su hegemonía monetaria, comercial, militar y cultural.
India, la mayor democracia del planeta, sigue sus pasos, al igual que Rusia, potencia en suspenso tras el colapso soviético, y un grupo de países aleccionados por su experiencia neoliberal, como es el caso de Brasil –y Argentina– o incluso de Turquía. Denominadas “potencias emergentes” y agrupadas en distintos foros regionales e internacionales que buscan potenciar su voz en la escena internacional –entre ellos, el BRICS–, estos países se atreven hoy a reclamar el poder político que corresponde al peso de su población y a su participación creciente en el producto mundial, y defienden un nuevo orden internacional multipolar.
Hicieron sus primeras armas en la OMC, donde el principio “un Estado, un voto”les permitió contrarrestar el avance de los países industrializados. Hoy, exigen la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU –principal bastión del statu quo internacional– y mayor poder de decisión en los organismos financieros internacionales. Aspiran a que la nueva relación de fuerzas quede reflejada en los órganos de gobernanza mundial. Integran asimismo el G20, el grupo de países que reemplazó al G7 como foro de debate internacional, aunque por ahora su rol en este ámbito parece ser el de otorgar legitimidad a los países centrales.
Como el poder no se regala, las principales potencias emergentes, integrantes del selecto club de potencias nucleares –a excepción de Brasil–, reafirman sus ambiciones a través de una nueva carrera armamentista. Buscan así proteger sus vías comerciales y su provisión de recursos alimenticios y energéticos. En el Sudeste Asiático, nuevo centro del comercio y de las finanzas internacionales, tanto China como Estados Unidos están desplegando sus piezas.
América del Sur, con Brasil a la vanguardia, tiene un rol importante que cumplir en esta reconfiguración. Los principios que guían su Unión de Naciones Suramericanas –resolución pacífica de los conflictos, cooperación, defensa de la democracia y de los derechos humanos, justicia social, no proliferación nuclear– constituyen una utopía a nivel internacional. Pero mientras sigan vigentes las leyes de la realpolitik, la región deberá contar con un gran poder de convicción para hacerse fuerte en base a su modelo, empezando por materializar esos principios a nivel interno. Por las dudas, Brasil sigue el ejemplo de las otras potencias fabricando submarinos nucleares y realiza lanzamientos de prueba de misiles con tecnología propia (6).
“Revisionismo moderado”
La nueva multipolaridad que se esboza no expone por ahora más que la voluntad de un grupo de naciones de sentarse a la mesa del poder mundial y repartirlo más equitativamente. En contraposición a la Guerra Fría, ninguno de los poderes emergentes cuestiona hoy los fundamentos del modelo capitalista ni propone una ideología global superadora. Se trata en definitiva de un “revisionismo moderado” (7). Detrás de las promesas de cooperación, los nacionalismos están nuevamente en auge. Los Estados siguen defendiendo sus intereses: buscan asegurarse los recursos energéticos necesarios para su desarrollo y capturar porciones de mercado. Y los millonarios préstamos chinos, resultan tener sus propias condicionalidades. En ese marco, el continente africano aparece como la joya más preciada.
¿Será el nuevo consenso el de Pekín (Halimi, pág. 40)? Algunas empresas comienzan un proceso de relocalización en Occidente: la moderación de los salarios y de los sindicatos ante la competencia asiática vuelve nuevamente atractivos algunos negocios. Al cierre de esta edición, China, Japón y Corea del Sur anunciaban su intención de crear una inmensa área de libre comercio…
Mientras tanto, las soluciones a los problemas globales –especulación financiera, hambruna, miseria, calentamiento climático, migraciones masivas, proliferación armamentística, crimen organizado– siguen esperando. El mundo se encuentra en plena transición. Su resolución es aún una incógnita. Resta saber si será pacífica.
1. Eric Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo XXI, Crítica, Barcelona, 2007.
2. Derogada para permitir la constitución del Citigroup, esta ley promulgada por Franklin D. Roosevelt en 1933, conocida como Glass-Steagall, imponía la separación entre la banca de depósitos y la banca de inversión para controlar la especulación.
3. Erik Kain, “President Obama signed the National Defense Authorization Act. Now What?”, www.forbes.com, 2-1-12.
4. www.elpais.com, 11-4-12.
5. Maurice Meisner, La China de Mao y después, Comunicarte, Córdoba, 2007.
6. La Nación, Buenos Aires, 10-5-12.
7. Carlos R. S. Milani, “¿Están cambiando el orden mundial las potencias ‘emergentes’?”, El estado del mundo 2011, Akal, Madrid, 2010.
Edición Especial de Le Monde diplomatique - Mayo de 2012